Y a La Palma se volvió. Tan solo una semana y media más tarde de haber realizado tan efímera visita a la Caldera, me dije "¿Porqué no vamos para allá y nos quitamos la espinita cuanto antes?". Y eso fue lo que hice.
Han sido siete días verdaderamente intensos, de esas experiencias que al tercero ya te da la impresión de llevar un mes fuera de casa, por la profundidad de las sensaciones, por el desgaste físico, por la cantidad de parajes transitados, por las oscilaciones térmicas, la falta de sueño acumulado, por una dieta rudimentaria, la cantidad de personas con las que tropecé, por haber navegado una vez más tan solo con la compañía de mis siempre fieles elucubraciones, que me permiten visitar todos aquellos lugares que, normalmente, permanecen bajo las sombras del ocaso colectivo. Aunque bien cierto es que, cuando estás de regreso, todo vuelve adquirir un volumen distinto, y parece que todo lo que de forma tan magnánima se te presentara, ahora se va progresivamente deshinchando hasta quedar resumido a unas cuantas frases y fotografías. Y es entonces cuando hay que hacer el esfuerzo de comprender que todo lo experimentado, todo lo vivido, todo aquello que alguna vez fue fuente de un presente deslumbrante y enriquecedor, debe ser conservado como tal, ser leal a aquel momento y no dejarse llevar por los confusos cambios de perspectiva a los que generalmente nos sometemos cuando la aventura ha finalizado. Dicen que con el tiempo engrandecemos los recuerdos, pero, para aquellos que vivimos este tipo de experiencias con tanta intensidad, el mayor temor está en ir desprestigiando lenta e injustamente cada uno de esos segundos que, sin remedio alguno, irán quedando atrás. Y para ello, qué mejor que elaborar una pequeña crónica, y porqué no, también compartirla, que sirva de punto de apoyo para rememoraciones futuras y a la vez como un medio a través del cual poderse uno comunicar con todos aquellos que así lo deseen.
La isla de La Palma es, bajo mi punto de vista, sin duda, la isla del senderista. Aunque ya sabía de la gran labor realizada para el acondicionamiento y divulgación de su red de senderos, muy distinto es poder comprobarlo in situ, más cuando sientes la necesidad, como en algún que otro momento sucedió, de improvisar nuevas alternativas. La disposición de dicha red, como si de una tela de araña de senderos, veredas, caminos vecinales y pistas, impecablemente confeccionada se tratase, te ofrece innumerables posibilidades de trazar y combinar los diferentes filamentos que la componen, y eso, para quien disfruta de ello como un niño pequeño, es algo verdaderamente embriagador. La señalización está prácticamente intachable, excepto en algún que otro cruce en el que me tuve que dejar en manos de la intuición. Los paneles repartidos por los distintos cruces de caminos son de un apoyo inestimable, y los senderos, en su mayor parte, se encuentran en un estado ideal. Lo dicho, todo un lujo zapatear por esta isla.
La isla de La Palma es, bajo mi punto de vista, sin duda, la isla del senderista. Aunque ya sabía de la gran labor realizada para el acondicionamiento y divulgación de su red de senderos, muy distinto es poder comprobarlo in situ, más cuando sientes la necesidad, como en algún que otro momento sucedió, de improvisar nuevas alternativas. La disposición de dicha red, como si de una tela de araña de senderos, veredas, caminos vecinales y pistas, impecablemente confeccionada se tratase, te ofrece innumerables posibilidades de trazar y combinar los diferentes filamentos que la componen, y eso, para quien disfruta de ello como un niño pequeño, es algo verdaderamente embriagador. La señalización está prácticamente intachable, excepto en algún que otro cruce en el que me tuve que dejar en manos de la intuición. Los paneles repartidos por los distintos cruces de caminos son de un apoyo inestimable, y los senderos, en su mayor parte, se encuentran en un estado ideal. Lo dicho, todo un lujo zapatear por esta isla.
La intención principal era la de ir restando caminos por conocer, y como tal cosa no se presentaba nada difícil, ilimitadas eran las opciones que se presentaban. La única dificultad estribaba en adecuar la distancia total de la ruta, teniendo en cuenta sus desniveles, claro está, a los siete días con los que contaba para ello. Otra handicap era el de que no quería repetir la Ruta de los Volcanes, ya realizada en alguna que otra ocasión, por lo que mi vista se centró, sin remedio, en la mitad norte de la isla. Tal vez podría considerarse que la elección no resultase la más atractiva, pero la verdad, tantas son las veces en que uno se ha visto sorprendido por lugares en que no tenía depositada sino vagas esperanzas, que no le dí excesiva importancia a este hecho. También me gustaría destacar que no buscaba ningún tipo de reto deportivo, es decir, número determinado de kilómetros o desniveles, tan solo disfrutar de una semana haciendo senderismo. Pero si de algo me he dado cuenta es de que mientras hayan caminos por recorrer, mientras me queden cosas por conocer, nunca nada es suficiente y, mientras las piernas me respondan y la luz del sol me lo permita, siempre iré buscando más en cada uno de los días. Una vez más, también he tomado consciencia de la importancia del peso adherido a la espalda. Este te condiciona sobremanera el ritmo a llevar, por lo que jornadas que en principio podrían requerir de un esfuerzo y duración mucho menor, se convierten en aunténticos calvarios, lo que hace que la experiencia sea algo verdaderamente subjetivo.
Como únicos requisitos me propuse dos cosas: el partir y el llegar hasta la misma capital, Santa Cruz, en que el barco primeramente me desembarcaría y al que luego debería regresar, sin hacerme de otro medio de locomoción distinto al de mis propias piernas; y el de no costearme ningún tipo de alojamiento, o lo que es lo mismo, hospedarme bien en mi villa plegable, bien en un refugio de montaña. Los motivos aquí también son dos: A mayor autonomía mayor intensidad. Y también y fundamentalmente, como medio de "no resignación" ante este sistema capitalista, en el que solo le hace falta cobrarte hasta por respirar, en el que parece que ya no tenemos derecho ni a dormir en unas mínimas condiciones sin ser sobre-explotados, pues... ¿cuál debe ser el precio para echar una simple cabezadita? ¿exista acaso la posibilidad de dormir a un precio digno? y no pensemos solo en quienes como uno, se dan una excursioncilla concreta, sino en las necesidades de los ciudadanos en su día a día. ¿no están, acaso, cruelmente acotados los lugares para llevar a efecto una de las funciones más vitales para el ser humano, el sueño? ¿porqué desde que sales de tu lugar de residencia tienes que ser considerado como turista, y no como residente ocasional de la población que has decidido visitar? ¿qué ocurre con este fenómeno del turismo? ¿dinero fácil, tal vez? ¿el desmesurado precio de la vivienda? ¡¡Si yo solo quiero dormiiiirr!! Y para no desviarnos en exceso del asunto dejemos a un lado la pésima administración, por parte de los gobiernos, del territorio, del cual me resulta incomprensible puedan disponer unos particulares, como si la tierra pudiese comprarse.
Por otro lado, al igual que podría decir de la travesía realizada el año pasado por los Picos de Europa, que los colores predominantes fueron el intenso "azul" del cielo en contraste con la roca "grisácea" de sus cimas, en esta ocasión lo fueron el "verde" primaveral, del que emergían, constantemente y en las zonas mas propicias para que ello sucediera, todo un abanico de colores, cuyo origen se encontraba en cada una de las distintas flores que despuntaban entre el mar verdoso. El otro color: el "gris" de las nubes, que, la mayor parte del tiempo, estuvieron aderezando todo el entorno, con su lluvia horizontal algunas veces, con fuertes diluvios en otras ocasiones, y con la espesa bruma que lo subdividió todo en dos ambientes bien diferenciados, el de las zonas más altas, libres de todo rastro espumoso, y el de allí donde la naturaleza se entremezcla progresivamente con los caseríos, pueblos y ciudades en que regenta la actividad humana.
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