Llevaba tiempo queriendo realizar una ruta en plena madrugada, bajo la refulgente luminosidad de una luna llena, y ahora, de forma inesperada, resultó que el día en que emprendía el viaje tan solo hacía veinticuatro horas que la luz de sol había proyectado sobre la superficie lunar la totalidad de su diámetro, por lo que la ocasión se presentaba del todo propicia para ello. Si a esto le sumamos que el barco en el que había decido acceder a la isla estimaba su llegada sobre las 00:30 h., más evidente no puede resultar el que no desaprovechase tan favorable oportunidad. El único temor era el de que los últimos partes meteorológicos no eran nada alentadores, por lo que como en la mayoría de las ocasiones suelo hacer, lo dejé todo en manos de la suerte y de la esperanza. A veces sale bien, a veces sale mal, pero como mínimo hay que concederle una oportunidad. Mientras no conseguía conciliar el sueño en el barco, intentando arrancar algo de descanso, pensaba en que más me valía tener suerte esta vez, pues no se me apetecía nada en absoluto realizar el ascenso hacia el Refugio bajo las hostilidades torrenciales de una lluvia endemoniada. También es cierto que no llevaba ninguna alternativa preparada, así que solo quedaba esperar y confiar.
Finalmente, el barco llega a las 01:30 h., lo cual no veo con malos ojos, pues según mis cálculos así podría disfrutar de las primeras luces del amanecer en la última parte del recorrido. El tiempo no parece malo, algo de fresco solamente. Una vez desembarco me dirijo hacia el punto donde se inicia el primero de los caminos, el LP-01, que me llevará hasta la cresta que divide la isla en dos vertientes, para desde allí coger el GR-131 hasta el Refugio Punta de los Roques.
Hay momentos que hay que romper, instantes que hay que superar, y tal cosa me sucede a mí, normalmente, al inicio de cualquier actividad que sé me va a suponer un esfuerzo considerable. Es el tradicional instante en que me enfrento a la pereza de última hora. Sabes que el sacrificio tiene su recompensa, que lo que haces tiene un porqué lo suficientemente valioso, y que es algo que se encuentra tan dentro de tí que no puede formar parte de falsas réplicas o imitaciones, algo genuino y auténtico, merecedor de toda tu dedicación e ilusiones. Unos cuantos kilos a la espalda, pendientes pedregosas, fango, sueño, frío, son cosas que, precisamente en ese instante, pasan de ser agentes lacerantes a elementos indispensables que te llevarán al arrobamiento tan ambicionado.
Desde la puerta de la Parroquia del Salvador inicio el ascenso por las escalinatas. Toda esta primera parte se realiza por estrechas callejuelas que, progresivamente, me van alejando de la pequeña ciudad y adentrándome por entre sus añosas casonas, convirtiéndome así en mudo testigo de las últimas horas de la vigilia de algunos, y de las primeras impresiones letárgicas de otros. Iluminado por la ténue luz de los faroles voy calentando motores y aspirando la cada vez más creciente humedad de la noche. La única compáñía con la que cuento es la del eco de mis bastones reverberando sobre cada uno de los tabiques, que me miran con extrañeza y algo de asombro "¿Adónde va este a estas horas?", se estarían preguntando. También me acompañan los primeros recitales de ladridos perrunos del viaje. Estos, claro está, siempre bajo la responsabilidad propia de advertir sobre los pasos furtivos que merodean por las inmediaciones de su cálido hogar. Cuando giro sobre mí mismo y afronto lo que voy dejando a mis espaldas, observo como las luces de la ciudad van quedando cada vez más abajo, pues la subida no tiene prácticamente descanso. Mientras, sobre mí, una gran esfera de mármol pendiente del firmamento infinito despide una extensa línea rugosa justo a sus pies, como una fisura de insondable luz plateada que se abre allí donde la mar reposa tranquila. El frío va aumentando poco a poco, y empieza a acariciar mi rostro cada vez más sudoroso, a pesar de que no corre ni la más ligera brisa.
Durante los primeros ochenta minutos de camino continúo avanzando entre casas, por sus callejuelas, ya de asfalto, ya de cemento. Luego, a medida que la luz artificial me va abandonando, así como las edificaciones se van diseminando cada vez más, las fragancias primaverales van cobrando mayor brío. La maleza comienza a contornear los caminos por los que transito, ya convertidos en pasarelas terrosas, a veces incluso llenas de lodo, y yo, que iba estrenando calzado, voy sintiendo como en mis talones comienzan a formarse las ampollas que mas tarde condicionarían notablemente mi caminar. Mas adelante, cuando ha desaparecido todo rastro humano, a pesar de la luz procedente de un cielo aterciopelado por una débil niebla, tengo que encender el frontal, pues pronto me introduzco en plena espesura del bosque de Laurisilva. El sendero, siempre ancho y bien marcado, comienza el serpenteo y la ascensión mas pronunciada. El único sonido sigue siendo el de mis bastones, ahora amortiguados por la superficie arcillosa. Mi respiración acompasada ya había pasado a hacerle compañía, por lo demás, un silencio absoluto. Y precisamente cuando este silencio no podía ser mayor, cuando la soledad parecía imposible de superar, de improviso se escuchaba el estruendo prorrumpido por el violento aleteo de algún ave, que, al sentir mi presencia, salia despavorida en busca de una rama mas segura. Este fenómeno se sucedía cada cierto tiempo, y en cada una de esas ocasiones, mi corazón se aceleraba hasta el punto de querer echarse a volar justo en dirección contraria a la del pajarraco promotor de toda su repentina turbación, asustado y temeroso por el desamparo al que se sentía sometido. Luego me recomponía del susto y, otra vez, cuando menos lo esperaba, volvía a caer víctima de la misma situación.
Tras tres horas y media (05:00 h. de la mañana) de subida ininterrumpida llego a la crestería, enlace con el GR-131. Aquí, una vez dejada atrás el área mas frondosa, ya voy todo el rato bajo la luz directa de ese faro que tanto ilumina una vez al mes. A un lado las diminutas luces de Santa Cruz, al otro las de El Paso, y por delante aún unos seiscientos metros de desnivel por subir en algo más de seis kilómetros. En esta parte el sueño ya comenzaba a sentirse, también el frío era ya bastante intenso, y el cansancio asímismo hacía acto de presencia, por lo que solo tengo ganas de llegar para hacerme con algo de calor y echar una buena cabezada. La noche está preciosa, pero mis ganas de llegar cada vez son más y, como todos sabemos ya, mientras más ganas tiene uno de algo, más se hace de rogar, por lo que las dos horitas que duró esta parte del trayecto se me hicieron interminables. En la distancia y a unos cuantos metros más arriba distingo las luces del refugio, ya estoy cerca. Destacar que según la información consultada el refugio estaba acondicionado para veinte personas, por lo que cual fue mi sorpresa cuando al llegar ví a toda esa cantidad de personas allí apelotonadas, más de treinta como luego supe, luchando por abrirse hueco. Eran las 7:00 h. de la mañana, cuando el sol ya iluminada el ala este de un cielo en el que aún se distinguían las últimas estrellas, antes de echarse éstas a dormir al mismo tiempo en que yo lo haría. Por el otro la luna declinaba su trayectoria, buscando asilo tras la misteriosa línea del horizonte. Espero un rato a que desalojen el dormitorio, y luego soy yo quien intenta hacerse un hueco. No tardo mucho en cambiarme, sacar mi saco y enroscarme en él, mientras sigo rodeado por el murmullo del roce de bolsas y mochilas propio de la huida manital de las almas ambulativas.
Consigo descansar unas cuatro horitas y, cuando despierto, siento aún más intensamente el frío que a esas alturas hace (2050 m.), por lo que me abrigo con todo lo que tengo, para luego no deshacerme de una prenda en prácticamente veinticuatro horas. Ya no hay vestigio alguno del barullo de la madrugada. Cuando me asomo afuera observo como nos encontramos inmersos en plena niebla, y eso impide que en todo el día disfrute de una sola panorámica, así que solo queda relajarse y reposar para lo que quedaba por venir. Comparto el tiempo con un chico valenciano y una chica palmera, que venían de dejar el coche en la pista del Pico del Inglés y cuyas provisiones no eran pocas. Se charla, él toca la guitarra, se canta, se juega con unas piedrecitas, se lee, se escribe, se echa una siestecita, y así pasan las horas, bajo una calma absoluta, en un ambiente adecuado para que los sentimientos fluyan. Luego, a eso de las siete de la tarde vuelvo a salir en busca de un claro que me permita ser optimista para poder apreciar una puesta de sol. Y doy con él, y poco a poco el día comienza a despejarse, y el frío a menguar solo un tanto. Llegan tres parejas a hacernos compañía y ya todos dispuestos nos preparamos para una magnífica puesta de sol. Las vistas desde allá arriba son inmejorables, y yo me subo a un pico cercano en busca de otro punto de vista. Luego, una vez nuestra vista alborozada y la noche encima nuestra, nos internamos nuevamente tras aquellas cuatro paredes que poco nos aislaban del frío, y por lo que no merece la pena casi ni quitarse los guantes. Más tertulias, más silencios, una exigua cena y denuevo al saco, que, como todo lo que con mis manos toco, parece que ha pasado recientemente bajo un chorro de agua, pues aparece todo húmedo y dispuesto a contagiarme con toda su algidez. Esto provoca finalmente que pase una nochecita bastante incómoda. ¡Hasta mañana!
Este domingo, 5/01/2014, quiero hacerlo. Espero que sea posible. Muchas gracias por tu magnífico blog
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