7ª ETAPA. San Andrés - Santa Cruz.


Última jornada. Lo bueno que tienen este tipo de viajes, bajo mi punto de vista al menos, es que mientras en otras circunstancias el último día estás sintiendo una pena enorme porque todo se termina, en estos no puedes por menos  que alegrarte mínimamente de que el esfuerzo al fín se acabe, porque por fin vas a dejar de caminar. Sé que solo han sido siete jornadas, pero puedo garantizar que la paliza ha sido considerable. Pero a lo que vamos.



Tal como era de suponer el día amanece cubierto con nubes negras y marchitas, de las cuales se descuelgan infinidad de cristalinos pétalos que, en el momento de incidir sobre cuerpo alguno, desparraman toda su humedad. Parece que también el último día va a estar interesante. Desmonto rápidamente la caseta para que ningún esporádico vecino advierta mi maniobra, y ya solo queda caminar. Termino de salir del pueblo entre plataneras, y pronto llego a la puerta de un cementerio, al borde del primer barranco del día. Esta vez no me cogen desprevenido, así que me preparo mentalmente por cuantos queden por venir. Bajo, y yo no sé si es que ya estoy plenamente susceptible o qué, pero todo cuanto veo a mi alrededor me parece bonito, incluso más bonito aún bajo las luz ténue de un día que parecía sumido en un crepúsculo permanente. Entonces, a subir, y ya no solo ando mojado por fuera, sino por dentro, y las gotas de sudor ya las confundo con las de la lluvia. El camino sigue deslizándose entre más plataneras, siempre bordeando muy de cerca la costa, hasta que..., otro barranquito. Bajo por senderos rocosos y resbaladizos, y pienso en que realmente prefiero subir que bajar. "Venga, no seas quejica que en el fondo mira que disfrutas", y es cierto, si me pusiesen a caminar por un paseo iba directo a la parada de guaguas más cercana. La mañana trancurre así, entre plantas y barrancos, y con el mar siempre al lado contemplando mi lento caminar. Me doy cuenta de un fenónemo increíble, sí, parece que la lluvia viene de abajo para arriba, también, y es que las plantitas, que se encuentra rociadas todas, te manosean con cariño, eso sí, pero a través del suave y a veces espinoso recorrido de sus extremidades te traspasan, a su vez, toda esa cantidad de agua que sus tallos y hojas retienen. Esto provoca que que las piernas se me empapen por completo, por lo que tengo que realizar alguna que otra parada para secarlas, si no, mal asunto.


Al mediodía llego a Puntagorda, y me acuerdo de los señores con los que había hablado en Los Sauces, quienes me decían con toda su buena voluntad que..., eso, que por el camino de la costa estaba bien lejos, que mejor ir por carretera (je, je). No me entretengo, mi intención es localizar el camino para salir de allí y luego, en cuanto encontrase un lugar adecuado, parar para comer. Al final esto se pospone un poco más de lo deseado, y termino subiendo hasta una ermita. Frente a ésta hay un caserón abandonado al que miro con buenos ojos, pues me entran ganas de curiosear y así de paso aprovecho y almuerzo a cubierto. Y eso hice. Luego salgo y afronto lo que son los aproximadamente últimos ocho kilómetros. Y nunca ocho kilómetros se hicieron tan largos. Destacaría especialmente un tramo en concreto. Resulta que en el borde de un barranco me encuentro la típica señal en forma de flecha, rojiza, y que te indica dirección y distancia aproximada. Yo la sigo un tanto extrañado, ya que normalmente los caminos siempre han sido claros, poco peligrosos y..., vamos, de unas características mas o menos similares. Pero cuando me doy cuenta ya estoy dando pasos sobre un camino aparentemente abierto a base de sacho puro y duro, salvando rocas mal puestas y demás. Yo, ningún inconveniente, emoción, mejor. Pero tenía toda la pinta de: uno, haber sido recuperado recientemente y, por tanto, a la espera de una pronta mejora. Dos, habérselo inventado así por la cara, ya que si no ya hubiese sido demasiado asfalto para este tramo. Bueno, una vez superado continúo un rato por la carretera, me paro en un mirador para hacer algo de tiempo y también un último descanso, y ya más adelante entro por los arrabales de la pequeña pero acogedora ciudad. Al penetrar por un pequeño barrio, cosa rara por una vez, pierdo la señal, pero resulta que un señor que andaba con su nieta permanece atento a mi despiste, y entonces muy amablemente me indica el lugar por donde debía tomar. Luego sigue toda mi trayectoria hasta cerciorarse de que no me la vuelvo a saltar. Después bajo lo que me queda y en unos pocos minutos ya estoy en pleno Santa Cruz. Camino hasta la Parroquia del Salvador, donde tan solo siete días atrás había iniciado mi andadura, pero que a estas alturas, me parecía que ya había pasado todo un mes.


Ha sido una experiencia que, aunque llevaba largo tiempo queriendo llevar a cabo (y no se descarta algún día volver, que mucho es lo que se me ha quedado atrás), ha venido en un momento que no esperaba. Me ha enseñado una vez más que no hace falta irse muy lejos para vivir momentos inolvidables. Que para sentir no te hace falta sino a tí mismo y tus ganas de vivir, y de contagiarte del entorno, y de valorar cuanto te rodea lo suficiente como para permitirle ser el origen de tus más honda alegria. La belleza está dentro, y desde dentro es desde donde proyectamos hacia todo lo demás, por lo que rebuscando rebuscando seremos capaces de maravillarnos hasta con las cosas más insospechadas.  Y hasta aquí llega este humilde crónica.

Salud y mucha suerte!!

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