Tenía la esperanza de que el día amaneciese despejado y caluroso, pues me había propuesto el pasar la mañana allí recomponiéndome un poco del desgaste de los días anteriores. Pero no solo resultó que durante toda la noche no paró de llover, como el constante repiqueteo de las gotas sobre el pobre tejado de mi villa portátil había revelado, sino que la mañana se exhibió encapotada y gélida como el suspiro de un glaciar. Así que lo que hice fue permanecer un rato más en la caseta. Pero poco había que hacer.
La duda de la jornada era la siguiente: en vista del empeoramiento del tiempo, los contínuos dolores en los talones, el cansancio generalizado y el inconveniente de tener que volver a bajar para subir al Bejenado, para luego volver a bajar este y subir hasta donde ya había estado, pocas por no decir ningunas eran las ganas de acometer dicho Pico. Sin embargo, todavía había tiempo para que las circunstancias dieran un giro inesperado, pues de una manera o de otra me había propuesto continuar por la hilera de la cresta de la Cumbre Nueva por el GR-131, hasta el enlace con la cuesta del Reventón, por donde debería descender para retomar el camino. Hasta allí aún tendría tiempo para cavilar, algo más de seis kilómetros. Pero el tiempo no parecía mejorar. Tras un rato de tranquila caminata en la que no se me ocurre otra cosa para matar el tiempo que contar mis pasos como medio para calcular distancias, hago un parón para almorzar algo en una pequeña edificación a modo de guarida, a unos escasos metros del cruce conflicto de mis intereses. Después sigo con las mismas dudas del principio, pues aunque allá abajo el tiempo no está tan mal en el Pico luego si devía de estarlo. Estuve allí dándole vueltas un rato más. La última reflexión me llevó a la conclusión forzada de que no merecería la pena hacer todo eso para después llegar y no tener una mísera visión desde su cumbre, por lo que opto por continuar dirección hacia el Refugio (¿cómo estaría el tiempo allá arriba?), y ya al día siguiente improvisar la manera de ocupar las dos jornadas que me quedaban.
Emprendo de nuevo la marcha más molido que nada. Desde luego el frío no se hizo para mí. Avanzo con calma y, para sorpresa, lentamente, voy rebasando la capa de nubes, con lo que también el mercurio comienza a abandonar el subsuelo en que estaba enterrado para glorificarse allá por las altas cumbres de su receptáculo particular. Grata sorpresa. Qué diferente se veía todo desde allá arriba, aislado del mundo conocido por un inagotable colchón espumoso, con el calorcito haciendo corretear nuevamente mi adormecida circulación, y mayor admiración sentí luego cuando al remontar hasta el Refugio descubro que me encuentro absolutamente solo en aquel espléndido paraje. Llego, me acoplo, y aprovecho el agradable solecito para tender todo lo que tengo, incluida la caseta, que aún chorreaba el agua acumulada durante la noche. Allí paso una tarde mágica, completamente solo y disfrutando de un atardecer como pocos he tenido. Y pienso una vez más en que, con la de amaneceres y puestas de sol que tiene el año, con la cantidad de irrepetibles frescos, coloreados con los matices de la vida y la creación, con los que somos bendecidos justo en esos periodos de tiempo en que el cielo muda su apariencia ante nuestra menesterosa expectación, con qué proporción tan insignificante de ellos deleitamos nuestros sentidos, más sabiendo que es algo que no solo requiere de nuestro mirar, sino de todo aquello que de manera eventual es capaz de ofrecernos, aunque sea, una rudimentaria capacidad de absorción, ya sea un simple momento de concentración para lo más distraídos, ya lo sea un pedacito de su sensibilidad para los mejor acorazados.
Pienso en que este era el regalo que me tenía preparado el viaje. Ni por asomo se me había ocurrido a mí pretender un momento como aquel, para el cual las palabras de poco sirven y por lo que aquí mismo voy a dar por concluido este párrafo. Lo que posteriormente sucedió es sencillo de imaginar, ¿o no?. ¡Hasta mañana!
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