De Crocketford a Alston. (Día 23)

Podría suprimir los primeros minutos de esta jornada, haciéndome para ello del poco orgullo que aún debe quedarme, sin embargo, creo que el narrar esta ridícula circunstancia puede servir para hacer una idea clara de cómo alguien va evolucionando en su aprendizaje en este tipo de viajes. La cuestión es simple y breve. Tras proceder al habitual recogimiento de bártulos, tienda de campaña empapada, y ajustar cada una de las alforjas al transportín de la bici, me dirijo hacia las oficinas del camping, pues como había llegado tarde el día anterior, no había abonado la cifra correspondiente por pernoctar en las instalaciones, cuya cuantía desconocía. Cuando me acerco me encuentro a un chico joven bien acicalado, al que pregunto por el precio. En un principio me parece no entenderle bien, pues la cifra me parece desproporcional para una tienda de campaña. Le insisto una y otra vez en que me parece que la cifra debe ser errónea, pues todos los campings anteriores oscilaban entre importes bastante inferiores. Pero al parecer, esos 18 pounds que me requería, eran los que correspondían, motivo por el cual quedo fuertemente indignado. Haciendo uso de toda la educación de la que pueda estar provisto, pago esa cifra y me marcho con una nueva lección aprendida: o no acampo en campings a esas horas, o acampo y por la mañana..., como podría haber hecho en este caso sin problema alguno.

Este fue un día bastante incómodo por las características de la vía por la que circulé, sobre todo, a lo  largo de la primera mitad del recorrido, al tratarse de una carretera frecuentada por una abrumadora cantidad de tráilers, que pasaban a no larga distancia de mi tambaleante posición. A esto se le sumaba el que el viento y la lluvia seguían haciendo acto de presencia. Pero, por suerte, al menos eran pocos los repechos a salvar, así que podía avanzar a una velocidad aceptable. La primera población con la que tropezaba era Dumfries, por la que, tras pensarlo un poco, termino adentrándome en lugar de rodearla. Paso junto a una bonita iglesia; paseo por un avenida peatonal, junto al resto de paseantes, y así, disfruto de un merecido respiro, al margen del estrépito proferido por los voluminosos carromatos que me salpicaban de agua y gravilla. Hasta aquí no había recorrido sino los primeros kilómetros del día, ahora quedaba el tramo más largo, el que me conduciría hasta Carlisle. El cansancio acumulado seguía dejándose notar día tras día, pero yo seguía empeñado en avanzar, sin ofrecerme descanso alguno, cosa que tenía únicamente reservada para mi corta estancia en Londres. Durante este largo trayecto, o bien no llovía, o lo hacía torrencialmente, mientras los distintos vehículos no dejaban de pasar a mi lado. Momentos en que sientes como la "velocidad inútil" de la mayoría te irrita por momentos, instantes en que la extravagante sonoridad del deslizamiento de los neumáticos sobre el asfalto es capaz de transmitirte mucho más de lo que nunca pensé que pudiera transmitirme: el apresuramiento general y colectivo en que generalmente nos hallamos sumergidos, el desenfrenado ritmo al que nos somete este sistema atestado de anestésicos espirituales. 

Llega un momento en que, sin darme cuenta, voy a parar al arcén de una autopista y, como eran pocos los kilómetros que me quedaban hasta la ciudad, eso de retroceder era algo que me tenía, por norma, prohibido, y como este era lo suficientemente ancho como para hacerme sentir seguro de no correr riesgo excesivo, comienzo a avanzar por él, cuando ¡claro!, al estar precisamente transcurriendo por la frontera entre Escocia e Inglaterra, aparece uno de los muchos coches de policía con los que luego seguiría topándome. Éste para a mi lado, mientras el viento y pequeñas gotas tropiezan con ferocidad sobre mi rostro. Yo, cómo no, me mentalizo en tan corto periodo de tiempo para interpretar el papel de turista en pleno brote de despiste, cuando, al asomar la cabeza por la ventanilla del coche patrulla, me tropiezo a una bella señorita policía, lo cual, ruego se me sepa disculpar por esta debilidad mía, me sorprende sobremanera, intimidándome de manera bien distinta a como pensé que podía sucederme. Ya sea por la disimulada simpatía recíproca que me pareció percibir, ya lo sea porque aquella anduviera pensando: "mira el pobre desgraciado este...así, pronto va a terminar incrustado, cual pegatina en forma de rayo ardoroso, en el frontis de un camión", el caso es que hace halago de una indulgencia poco propia de los agentes de la autoridad, mostrándome luego amablemente el lugar por el que debiera haber tomado. Retrocedo, pues, por donde mismo había venido, llevando a cabo sus gentiles instrucciones hasta alcanzar una vía mucho más tranquila y segura, pero donde sobre todo el viento sigue dificultando que avance con mayor alegría. Y de esta manera me voy aproximando a Carlisle, en donde al llegar ya puedo percibir que me encuentro más próximo a la Civilización, tal y como yo la conozco.

Hoy pienso en no arriesgar, solo quería descansar sin pasar ningún tipo de extrema penuria de última hora, sin tener que realizar una nueva carrera contra la posición del sol, que no sé muy bien cómo, siempre terminaba por cogerme desprevenido, imagino que debido al famoso "bueno... ¿y si avanzo solo un poquito más?", y luego otro, y otro, y así hasta que la noche terminaba por alcanzarme  a mí antes de que yo alcanzase un lugar decente en el que descansar. De esta manera, aunque no me hacía especial ilusión el lugar en el que se ubicaba el siguiente de los campings señalizados en el mapa, hacia allá voy con pedaleo firme y decidido. Tras un pequeño despiste termino por localizarlo, merodeo por sus alrededores y, finalmente, localizo a una de las personas a cargo de las instalaciones. Ésta, muy cordialmente me informa de que se trata de un lugar privado, por lo que allí no puedo hacer noche. Charlamos un tanto, hasta que graciosamente me invita a pasar a su oficina para investigar por internet las distintas posibilidades que tenía a partir de allí. La opción que más me satisface se encuentra a unos treinta kilómetros de mi ubicación, por lo que, un día más, de nada me sirve intentar ser previsor, ya que pronto entiendo que de decidir finalmente intentar acceder a Alston, debía asimilar una nueva lucha contra el precipitado descenso de la prodigiosa bola de fuego que nos alimenta.

Y a ello me pongo. Comienzo circulando por estrechas carreterillas vecinales, hasta que enlazo con la vía principal. Y entonces, empieza un desesperante y nuevo combate conmigo mismo, a raíz de la intensa lluvia que me coge donde apenas tengo para refugiarme, en plena desolación, con un vendaval que provoca que surja en mí, otra vez, la impotencia, hacia la que tan familiarizado me empezaba a sentir ya después de tantos días. Pero ¿porqué siempre un poquito más? ¿porqué, si sabías de antemano que la noche estaba a punto de llegar y que probablemente esta fuese una zona más montuosa? Pues porque eres así, amigo, y disfrutas de la aventura y llamas a su puerta aun cuando esta reposa tranquila, porque te fascina transformar lo ordinario en proeza, porque te entusiasma el sentirte vivo, y vivo te sientes mientras respiras bajo la lluvia, mientras abres los brazos para intentar abarcarla, mientras el viento te azota y hace tamborilear la holgura de tus prendas contra tu mochila o tu casco, porque ahora puedes cerrar los ojos y volver a sentir como el agua de esa lluvia se confunde con tu sudor, como las gotas atenúan el calor que tu desprendes, y como una lágrima de nostalgia sustituye una mirada reseca por el acomodamiento. Paso así un largo rato, hasta que milagrosamente, justo cuando se hace de noche, llego al pueblo de Alston, donde comienzo la búsqueda de un camping, completamente aterido de frío y muerto de cansancio. Sus callejuelas eran tierra baldía. Las tímidas luces que se desprendían de las escasas vidrieras se reflejaban aún más tímidamente sobre el asfalto mojado. Volver la vista más allá de las retraídas siluetas de los edificios, era como asomarse a la insondable oscuridad de una profunda sima cavada en el cielo, lugar hacia el que tarde o temprano nuestro espíritu se elevará, en el que se arrellanará y descansará feliz y sereno por toda la eternidad. De momento, ese misterioso lugar tan solo me lanzaba cristalinos alfileres en forma de gotas. Pregunto en un restaurante: me ofrecen escasas referencias. Continúo. De la nada aparece una chica, que tampoco sabe exactamente la ubicación del camping. Subo una cuesta y observo un tentador B&B. Doy la vuelta, pregunto a un señor que, junto a su hijo, parece haber emergido del mismísimo asfalto. Nada. Retrocedo y, cuando ya a punto estaba de desistir doy con él, pero su aspecto es tan lamentable (al menos eso fue lo que la oscuridad me permitió dilucidar), el fango y los charcos de agua tienen tal profundidad que más sensato me resultaba subirme a la ancha rama de un árbol y dormir allí cual pajarillo errante. Ante esta perspectiva, y teniendo en cuenta que me tenía concedido, por esta vez, hacer uso de algún que otro B&B, hacia el que había visto me dirijo. Cuando llego toco en una pequeña puerta. La casa era grande, de color azul, enmarcada de blanco y bien iluminada. Allí me atiende la que consideraré, hasta la fecha en que estas líneas son publicadas, como la mas tierna, servicial y atenta anfitriona jamás tenida. La señora, de oronda figura y dulce mirada, incluso carga con mis pesadas alforjas mientras yo me despisto y coloco la bici en el garaje. Dentro me sugiere que le de toda la ropa que necesite secar, la cual era casi toda. Me indica la situación de mi cuarto y me invita a un café bien calentito. Y si bien este café subió la temperatura de mi cuerpo, la señora había favorecido que mi alma se viese desprendida de uno más de los gélidos tegumentos que la revisten. Y así, sobre un cálido colchón, daba por concluido este día.

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