“¿Cómo alojar en el entendimiento ajeno la fulminante sensación de desamparo en que me encontraba en aquellos momentos?”. Ese fue el pensamiento que primero navego en mi agraviado y tempestuoso entendimiento cuando un señor de aspecto harapiento, que reposaba sus andrajosas posaderas en el mismo asiento que yo, se dirigió a mí con una voz rasposa como el eco procedente del interior de una botella vacía. Nos hallábamos bajo la influencia de las primeras luces del alba de una gélida mañana, compartiendo la arenisca procedente del desierto de nuestra propia soledad, en un banco arrimado a la orilla de una laguna que, cada día al despertar, arrendaba la pulida superficie de sus aguas al ocioso peregrinar de los navegantes de aquel grandioso parque en que todo se sucedía de forma casi espectral.
Me preguntaba si, habiendo tantas otras donde elegir, habría sido yo quien osara compartir aquella metálica butaca, o si por el contrario había sido aquel hombre de apariencia macilenta quien, guiado por el destello de mi lamentable estado anímico, había decido aproximarse a cerciorar el aleteo de mis fosas nasales o el seísmo de mi corazón revuelto. Pero nada podía recordar sobre las circunstancias de aquel escenario sobre el que mis abatidos pasos me habían conducido.
Su vestimenta consistía en diversas prendas roídas y sobrepuestas unas a otras. Sus agrietadas manos se revelaban como herramientas salpicadas de añejas cicatrices. Sus ondulados cabellos eran surcados por esporádicos mechones cenicientos, y luego recubiertos por un gorro de lana desgastada y descolorida, en que se podía vislumbrar el vago diseño de unos copos de nieve derretidos por el uso. De su estriado rostro brotaba una densa barba a juego con los escurridizos rizos de su cabeza, y que mantenía en el anonimato aquel lugar por el que sus palabras se habían precipitado hacia el vacio de mi soledad. Y sin embargo, a pesar de todo ello, dudo que contase con mucha más edad de la que por entonces yo tenía. Pero lo que de forma sorprendente más me llamo la atención fue su mirada, alegre y risueña, sus ademanes, pausados y serenos, la delicadeza y el sosiego de su ronca voz.
Sin duda la estampa debía resultar de lo más irónica. Era como si a dos hombres, que bien pudieran haber sido amigos de la infancia, la vida les hubiera conducido por veredas completamente distintas, tal y como nuestros aspectos dejaban entrever, tal como el estado de nuestros corazones demostraba. Y ahora, volvíamos a reencontrarnos bajo la intima luz escarlata con que aquel incierto día nos saludaba.
-
Amigo, ¿se encuentra bien? – fueron sus primeras palabras. Yo lo miraba desolado, de arriba a abajo y sin comprender, pensando que lo último que necesitaba en aquellos instantes era que un indigente me asaltase. – Amigo, parece que ha visto un fantasma. Tranquilo, no le culpo, estoy acostumbrado. Disculpe que me haya venido a sentar precisamente aquí, a su lado, quizás desee estar a solas consigo, pero vera, temía por su estado de salud. – yo, que no conseguía salir de mi sombro, me limitaba a mantener mis enrojecidos ojos fuera de sus orbitas. – Tranquilo, amigo, cálmese. Vera. Si se fija, durante la noche, puede verse sobre el negro mármol en que se convierten las aguas de este esplendido estanque, el centelleo de los edificios y los faroles de esa parte de la ciudad. – y con el dedo índice sobresaliendole por uno de los orificios de su cuarteado mitón derecho, señalo en frente de nosotros – A mí me gusta pensar que se trata del infinito reflejo de los luceros afincados en el firmamento. Es una imagen que me fascina, y por ello, antes de que la ciudad despierte, acostumbro a merodear por este solitario parque en busca de este cielo artificial. Aunque he de decirle, por si no lo sabe, que en noches especialmente claras, pueden observarse las estrellas, directamente, desde este mismo banco – y miro hacia arriba – Quien lo diría, ¿no le parece? El caso es que, hace apenas un momento, andaba yo caminando por aquí cuando de pronto lo vi a usted dormitando en este banco, al que debo advertirle guardo gran aprecio – Pero no quisiera molestarle ahora con historias de un menesteroso condenado a la indiferencia y el desamor – Aunque es evidente que desconozco el origen de sus alucinaciones, puedo garantizarle, por si su memoria hubiese decidido mantenerle al margen, que no debían ser nada agradables, pues lo encontré sudoroso, convulsivo y sollozando de manera casi ininterrumpida. Así que decidí definitivamente acercarme, sentarme en esta parte de este banco charlatán, y aguardar bien a que despertase por su propia cuenta, como afortunadamente ha sucedido, bien a que requiriese de ayuda externa para devolverlo al mundo de los despiertos. Ahora, viendo que está usted mejor, ya le dejo con la inestimable compañía de este viejo amigo mío.
Mientras le escuchaba me había ido tranquilizando por lo inesperado de la compañía, pero en mi interior aun seguía revoloteando la confusión tan inmensa en que me había visto envuelto. ¿Acaso todo cuanto creía haber vivido no sería sino la pesadilla a la que había hecho referencia este misterioso sujeto, que hablaba de extraños cielos y asientos parlanchines? ¿O también seria esto parte del mismo sueño del que pronto me tocaría despertar? ¿Y de no ser así? ¿Cómo diablos podría ser?
- ¡No, señor!, no es necesario que se vaya – musite en un arranque de compasiva confusión. – Puede quedarse aquí con…, con su amigo. – Me miraba con fingida incredulidad, pues era como si en el fondo tuviese la facultad de traducir mis intenciones mejor de lo que yo era capaz de hacerlo. – De verdad, no me importa, después de todo no soy quien para apartarle de sus deseos.
- Está bien, pero prométame que en cuanto le moleste usted me avisa y yo me retiro.
Asentí levemente con la cabeza, luego aguardamos unos instantes en silencio, con la mirada posada en aquellos astros imaginarios que, sobre las quietas aguas del lago, iban paulatinamente desapareciendo.
- Gracias – dije al fin.
- No tiene nada que agradecerme – pronuncio con una leve sonrisa. Luego volvimos a sumirnos en el silencio.
Su mirada parecía extraviase entre el mar de luces, cuando comencé a cuestionarme quien seria aquel señor, que habría sido de su vida, donde dormiría, de que se alimentaria, como habría introducido aquella rutina en cada uno de sus despertares, sobre que estaría meditando en aquellos mismos instantes, o en como discrepaba su lastimosa apariencia con la viva expresión de su rostro, en cuya sombra parecía estar refugiándome yo en aquellos instantes. De pronto, se giro hacia mí y me sorprendió en pleno escrutinio.
- Ruego sepa disculpar mi curiosidad – pronuncio sosegadamente – pero, como no recuerdo haberlo visto antes por aquí, y menos a estas horas, me preguntaba cual sería la razón por la que hoy ha decidido acudir a este lugar. – una vez más se mantuvo en silencio – ¡Oh!, lo siento, no me mal interprete, por favor, pero…, esta curiosidad mía… No se preocupe, ya me voy, ya me voy. – hizo un tímido ademan de levantarse.
- No, no se vaya, por favor. A decir verdad también me hacia una pregunta similar. Por favor, quédese.
- No era mi intención el molestarle.
- De todas formas, dudo que creyese el motivo por el cual he venido a parar hasta aquí.
- No tiene porque decírmelo, pero he de confesarle que se sorprendería de las historias que le he escuchado contar a este querido amigo mío.
Sabía que lo que yo necesitaba en esos momentos era desahogarme, repetir la trágica historia de mis últimas horas, calmarme un poco y luego, intentar llegar a algún tipo de conclusión. Su actitud de fisgoneo y de arrepentida indiscreción no era sino un papel a representar. Debe ser que quien vive en la calle, quien tiene la posibilidad de observar sin ser a penas observado, llega a familiarizarse lo suficiente con el género humano como para intuir con agilidad lo que les ronda por la cabeza. Y total, ¿Quién mejor que ese señor para descargar con el todo mi infortunio?, al fin y al cabo, tan solo era un mendigo, ¿Qué más daba que no creyese ni una sola palabra? Ahorre las pocas fuerzas con las que contaba.
- ¿Qué pensaría usted si le dijese que todo cuanto creía conocer ha desaparecido por completo? ¿Qué no he encontrado ni la más remota señal de mi propia existencia? ¿Qué todo parece haber sido suprimido como por arte de magia? ¿Acaso no pensaría usted que me he vuelto un demente? – Tras un nuevo y breve silencio, respondió.
- Podría ser querido amigo, podría ser, eso parecería lo más razonable. Sin embargo, también podría serlo que pensase todo lo contrario, que se halla usted más cerca de la cordura de lo que piensa.
¿Qué habría querido decir? Bueno, al fin y al cabo, ¿Por qué extrañarse de cuanto éste sujeto pudiese manifestar? En cierto modo tenía su lógica. Lo que para mí representaba la demencia, para él debía simbolizar el pleno juicio. ¿Acaso no es sobre eso sobre lo que versa la locura? Continué.
- Hace tan solo veinticuatro horas podría decirse que tenía todo lo que un hombre puede desear: una familia unida, sana, una pareja a la que adoraba, nobles amistades, un trabajo respetable, estabilidad, suerte, salud,… Y ahora, ahora no parece haber quedado ni rastro de todo eso. Todo parece haberse evaporado, todo cuanto conocía se ha pulverizado de la noche a la mañana. ¿Puede explicarme cómo es posible que algo así pueda suceder? ¿Cómo todo tu mundo puede desplomarse en tan solo cuestión de unas horas? – Era irremediable agitarme un tanto, era todo tan reciente – Primero fueron mis amigos, luego mis padres, mi trabajo, mi pareja, mi casa, todo, absolutamente todo se había disipado. En mi teléfono fueron desapareciendo todos y cada unos de los números, de las llamadas, de los mensajes. Llegue a pensar que había sido víctima de un hurto llevado a cabo por un impecable maleante, pues las pocas pertenencias que llevaba conmigo también habían desaparecido. Las calles parecían haber sido cambiadas de lugar, los sitios que solía frecuentar modificado sus diseños, sus gentes sustituidas por otras completamente distintas. Todo, todo se había desvanecido. Había caído en el más absoluto aislamiento, aquí, en mi propia ciudad, rodeado de personas, de vehículos, de ruido, del incesante trajín que parece perforar el velocímetro en que se registran los nudos a los que este mundo navega. Me reduje al abandono, a la soledad, al vacio más desesperanzador. Repentinamente todo carecía de sentido, de rumbo, de una simple explicación. Todo cuanto creía ser, ya no era. Desde entonces, en lo que creo debe ser la nebulosa frontera entre la locura y la lucidez, he barajado varias posibilidades. Puede ser que toda esa vida de la que le hablo no haya sido sino un plácido sueño llevado a cabo desde algún sanatorio, en el que debí ingresar durante algún traumático periodo de mi infancia, de la cual, por supuesto, tampoco nada puedo recordar. O quizás no sean si no desvaríos, solo eso, pura excitación, quizás ahora mismo estén en mi busca, tal vez simplemente haya tenido un impetuoso ataque de ansiedad. No sé, no sé qué pensar, pero alguna explicación ha de haber. De no ser así, no sé qué será de mí a partir de ahora.
Mientras había ido descargando el asfixiante cargamento de insalubre frustración, el artificioso alumbrado había sido sustituido por la refrescante luz del sol, que poco a poco fue reblandeciendo nuestros parpados y relajando nuestros entumecidos músculos, pero incapaz de iluminar mis esperanzas. Progresivamente retornaba el movimiento, despabilaba la sangre vulnerable y adormecida, y el armonioso susurro de la tierra daba paso al estrepitoso zumbido de la civilización.
A la vez que había ido pronunciando aquellas mismas palabras, cargadas de desesperación y desamparo, me había dado cuenta de algo que hasta el momento había escapado a mi atención, sin duda por lo precipitado que había resultado todo, no había tenido siquiera tiempo de asimilar mi nueva condición. Aquel señor que atentamente me escuchaba, que educadamente atendía a mi triste confesión, que desinteresadamente se había convertido en todo de cuanto ahora mismo disponía, no distaba ni un solo palmo de mi nuevo estado. ¡¡Me había convertido en un indigente! ¡Un igual a él!. Todos los cimientos, todos los pilares, algunos de forma minuciosa, otros accidentalmente, habían sido levantados para sustentar aquel artesonado que protegía e iluminaba toda mi existencia, y ahora, todos ellos, sin excepción, habían sido brutalmente volatilizados. Sin embargo, a pesar de mi fatídico testimonio, la expresión de aquel anónimo sujeto no parecía haber mudado ni un solo milímetro de su atezada piel. Continuaba con su leve gesto de complacencia, con su mirada apaciguada aunque astuta a la vez.
- Entonces, dice usted que todo cuanto conocía se ha esfumado.
- Si, así es.
- Bien – exclamo ligeramente pensativo, como si todo aquel perímetro fuese su improvisada consulta particular, aquel banco el diván sobre el que yo, su paciente, me recostaba, y el estuviese analizando el caso con más detenimiento. – Continúe, no se detenga, por favor. – A pesar de todo, algo había en el que me infundía un resquicio de confianza. Continúe dejando las palabras fluir como quien derrama aquel fluido que lo corroe por dentro. Hasta que no expulsase hasta la última gota, hasta que no sustrajese todo el dolor que me invadía y lo expusiese luego sobre aquella superficie de gravilla humedecida en que reposábamos nuestros pies, no sería capaz de analizar verdaderamente la situación. Pero, ¿qué más podía transmitirle que fuese distinto de una interminable lista de interrogantes?
- Dígame ¿Cómo puedo afrontar todo esto si nada comprendo? ¿Y de ser todo real? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Y de dónde voy a extraer las fuerzas necesarias para comenzar desde cero? Desde cero… - repetí, y me deje llevar por una de mis inevitables y desatinadas ocurrencias. “Si, desde cero, esa era la palabra. Tal vez no hubiésemos hecho de la vida sino eso, una trabajosa ascensión por el sistema numérico, sustituyendo cada una de nuestras aspiraciones por un alcanzar la cifra más elevada posible, una a una, sujetando con fuerza cada guarismo como si de un nuevo agarre se tratase, impulsándonos afanosamente hasta lograr el valor más abundante, aquel en que en cierta medida veamos colmadas nuestras ficticias ambiciones, en que decidamos finalmente instalarnos. Y para ello no hubiesen atajos posibles, sin trampas, escalando sin descanso, subiendo infatigablemente cada vez mas alto, sin vértigos que nos distraigan, sin miedos que nos desorienten, hasta alcanzar el nivel inmediatamente superior. Y yo, yo siempre había pretendido acceder hasta lo más alto, hasta cada una de las cimas conocidas, sin más razón que la de aspirar al eslabón superior por simple afán de superación. Y ahora, ahora que parezco haberme despeñado por ese mismo precipicio algorítmico que yo mismo crease, en que ahora solo encuentro cifras desordenadas, valores extraviados, desorientadas formulas que manipulan resultados, con todo ello, todo ha sido sepultado, imposibilitándome que descubra la manera de recuperar a nada ni a nadie, ni siquiera ya a mí mismo”. Concluí. – Ahora mismo que de todo dudo, dígame, ¿ha pensado en quién me convierte esta situación?
- ¿A qué se refiere?
- Si, si todo cuanto creía conocer ya no existe, ¿en qué lugar me deja eso a mí? ¿acaso se me permitiría ser lo que ya era? – Tras otro de sus habituales silencios, que parecían extender el tiempo más allá de sus aparentes limitaciones, respondió parsimoniosamente una vez más.
- ¿Cree que el hecho de que todo lo que usted conoce deje de existir, modifica su propia existencia? ¿Cree que tendría que volver a ser, y no que aun siga siendo? ¿Se refiere a eso?
- ¿No lo cree usted? Porque así es como me siento.
- Pero ahora habla conmigo, yo entiendo y creo en lo que me dice. ¿Acaso no es el mismo de antes?
- ¿Antes? Para mí ha dejado de existir el antes. Usted desconoce quién soy, mejor dicho, quien era. Solo dispone de mis palabras, de mis supuestas intenciones. Hay una gran diferencia entre lo que creemos ser y lo que somos, y somos lo que hacemos.
- ¿De verdad cree eso, amigo? ¿cree que somos lo que hacemos? Siendo así, sin duda estaría usted en lo cierto. Se habría borrado toda huella suya, sería como si no hubiese existido. Pero…,¿eso es lo que usted realmente cree? – su tono había ido mudando levemente.
- Eso es lo que realmente es. Es decir, si no queda rastro de mi pasado, si este solo permanece en esta memoria mía, de la que como puede ver, incluso he comenzado a dudar, ¿Cómo voy a poder garantizar o demostrarle a usted quien le digo que soy? ¿Si ni siquiera apareceré ya en los registros oficiales? ¿Acaso piensa que incluso después de lo sucedido podría volver a ser el de antes? ¿Acaso no son, al fin y al cabo, quienes comparten la vida con nosotros los que nos ofrecen el reflejo de lo que somos? ¿En que quedan nuestros propósitos cuando no somos capaces de llevarlos a cabo? ¿No fomenta eso el que nos hagamos una falsa idea de nuestra identidad? Somos lo que hacemos. En un futuro, quizás podamos ser lo que pensamos, pero de momento, tan solo somos lo que hemos hecho, y de eso cualquiera puede ser testigo. Y como ahora podría decirse que es como si no hubiese hecho nada, como no existe rastro alguno sobre los pasos avanzados hasta la fecha, no me queda más remedio que admitir mi inexistencia. No solo se ha hundido todo lo que más quería, todo cuanto conocía, sino que siento haberme hundido yo también con todos ellos.
- Creo que es normal la cantidad de sensaciones que ahora lo embargan. Tómese su tiempo, le hace falta, luego tal vez vea las cosas de otra manera.
- Quizás tenga usted razón, pero ahora mismo no logro ver más allá.
- Dígame una cosa. Tal como usted dice, son las personas con las que ha compartido su vida las que de alguna manera han proyectado su existencia. De eso no me cabe duda. Pero permítame que si pueda dudar de que esa proyección sea una fiel estampa de lo que usted realmente ha sido y es. Dígame. ¿A caso ellos podían basarse en algo más de lo que lograban ver de usted? ¿de lo que usted voluntariamente estaba dispuesto a mostrarles, o de lo que furtivamente ellos lograban vislumbrar por su propia cuenta? ¿Acaso tenían acceso a sus más profundos pensamientos, a sus anhelos, instintos o sus más apasionados deseos? Pero no solo de los que usted conocía, no, sino de los que también ignoraba y no por eso dejaban de formar parte de usted. ¿No estaban acotados, restringidos por la interpretación? ¿Sujetos a la palabra? y la palabra abarca tan poco, tan poco. ¿Sometidos a los hechos?, y los hechos confunden tanto, querido amigo, tanto. ¿Subyugados por las apariencias?, y estas, estas son tan rudimentarias, tan insuficientes. ¿Cómo puede decirme que se deja usted en manos de argumentos tan veleidosos? ¿Querría decir eso que yo tampoco debería existir? ¿Qué este banco está vacío ahora mismo? ¿Qué nadie puede vernos siquiera, u oírnos? Y de ser así ¿realmente tampoco existiríamos?
- No, por favor, no quería decir eso. – rectifique al comprobar su comedido pero repentino acaloramiento.
- Tranquilo, no se preocupe. Vera, yo he decidido deambular solitario por este mundo, por estas calles, por este parque en cada amanecer. ¿Los motivos?, dejémoslos a un lado. El caso es que carezco de familia, de una bella compañera, de trabajo, de dinero, a veces incluso de salud, y créame, conozco muy bien lo que es pasar inadvertido. Mis amigos duran lo que logro prolongar conversaciones como esta que mantengo con usted, por lo que podría decirse que he tenido muchos, grandes, variados y pintorescos amigos, pero al único que he conseguido conservar a lo largo del tiempo es a este solitario granujilla sobre el que nos encontramos, siempre dispuesto a ofrecerme su cálida compañía, siempre despierto, siempre atento, siempre dispuesto a entretenerme con las historias de las que es testigo día tras día. Como puede observar vivo privado de esos retratos trazados por los pulsos ajenos, como los que a usted le han mostrado lo que ha creído ser. Yo me veo sin más alternativa que la de sombrear por mi mismo mi propia identidad. Y yo amigo, yo existo, no le quepa duda, mas allá de la materia y de las formas, de los símbolos y las apariencias, de las percepciones generalizadas, más allá de los colores, del aire y del sonido, de los sentidos prisioneros con que somos observados, más allá de toda esclavizada comprensión. Existo porque yo puedo escucharme, porque entiendo lo que digo, porque digo lo que soy. Hacer, hago lo que quiero o lo que se me ocurre, pero solo puedo hacer un ínfima parte de lo que soy. Si, somos lo que hacemos, somos lo que decimos, pero en una proporción tan insignificante que estaríamos plenamente equivocados si nos quedásemos con que somos solo eso. Y ruego me disculpe, amigo, ruego mi disculpe, pero quizás cuando logre advertir esto que le digo, tal vez cuando logre hacerlo, pueda recuperar todo aquello que recuerda a pesar de que nunca haya existido tal como ahora lo concibe. Y debo advertirle que, si eso llegase a ocurrir, si ahora pudiese volver usted hasta el catre de aquel sanatorio del que quizás haya huido y desde donde dio origen a sus apacibles fantasías, o si ahora mismo apareciese por aquí su familia consternada por su desaparición, si lograse entender esto que le digo, jamás, jamás volverá a ver a nada ni a nadie con los mismos ojos de antes. Debo prevenirle de que se quedara con la imagen con la que ayer mismo despertó. Las calles no volverán a ser las de antes, la gente tampoco lo será, incluso correrá el riesgo de no reconocer a alguno de sus seres queridos. Pera ya ira introduciendo, ya ira ubicando cada cosa en su lugar, no puede ser de otra manera, y cuando eso ocurra, entonces sentirá, mucho más vivamente que nunca, esa existencia que tanto anhela. Se halla usted al otro lado de esa frontera amigo, ahora se encuentra del lado de la lucidez, aprovéchelo, porque si no llegase a entenderlo nunca, si no llegase a comprenderlo, quedaría condenado a la más abrumadora soledad. Ahora cree sentirse solo, si, pero se equivoca, no lo está, es posible que antes lo estuviese más de lo que imaginaba. Este es el mismo mundo que recuerda, pero efectivamente posee nuevas formas, nuevas reglas, cuando las comprenda, al fin lograra ver, amigo, al fin lograra ver.
De pronto tome consciencia de que el tiempo había ido transcurriendo. El sol calentaba nuestros rostros y el parque era transitado normalmente. Los prestidigitadores más madrugadores ya ocupaban sus emplazamientos habituales, y las primeras barcazas rompían el cristal de la superficie por la que lánguidamente se desplazaban. Mientras, allí permanecíamos los dos, sobrellevando nuestras arenosas tempestades, entre las escurridizas dunas que nos apartaban de todo lo demás. Yo desconocía quien seria aquel señor, cuál sería el origen de su sabiduría o su historia personal. Me había dejado un tanto aturullado, pero también debía reconocer que aunque no había alcanzado a descifrar todo lo que me había dicho, algo me decía que merecía la pena intentar hacerlo.
De mis nuevos pensamientos me apartaron esta vez los ladridos de un diminuto caniche que, al llegar hasta donde nos encontrábamos, se enfrento a este misterioso señor del que les hablo, que por otro lado apenas parecía prestarle atención al velludo saco de enérgicos y minúsculos aspavientos perrunos. Detrás del animal apareció un niña de aproximadamente ocho años, llamando a su mascota por el que debía ser su nombre, este es, Perla, digo yo que en honor a toda esa blanquecina mata de pelos que la envolvía. De la cabecita de la niña afloraban extensas hileras doradas, que eran concentradas a cada lado, en forma de coletas, por unos lazos rasos y de color rubí, el mismo tono con que sus humildes labios enmascaraban su inteligencia. Su tez era pálida como el peluche alborotador que ahora sujetaba entre sus frágiles manos. Sus ojos eran de un cristal ocre, y parecían transformar su candorosa mirada en objetos dignos de protagonizar cuentos de piratas y corsarios.
- Perla, ¿Por qué molestas al señor? Discúlpela señor, es una perra traviesa. – no aparentaba incomodarle el deplorable aspecto de mi nuevo amigo.
- Dime pequeña, ¿Cómo te llamas? – le contesto él en un tono estremecedoramente paternal.
- Lucia, señor – y la palidez de su rostro dio paso a la sonroja.
- Dime Lucia ¿Qué te gustaría ser de mayor? – esta vez titubeo un tanto, antes de responder.
- Actriz, señor.
- ¡Ahh! Actriz…, bien, bien. Convertirte en actriz estaría muy bien. – le afirmo con mirada penetrante, como queriendo abrirse paso entres aquellas dos magníficas joyas. A ella se le escapo una sonrisa retraída. – No habrás venido sola, ¿verdad? – le pregunto esta vez, mientras disimuladamente arrastraba su mirada hacia la señora que se aproximaba a pasos acelerados.
- No, ahí viene mi mama.
Al poco la señora se incorporaba a la escena. Para mi asombro, su indagador examen fue dirigido directamente hacia mí y no hacia el señor con el que hablaba su hija. Era como si no pudiese verlo – “Tranquilo”, me dijo, “hace dos días probablemente tampoco tú podrías verme” – mientras, yo observaba aun mas incrédulo.
- Perla, mamá, se me ha vuelto a escapar
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- Debes tener más cuidado, o un día se perderá y luego no sabrá como regresar a casa ella sola. – pero la niña aun continuaba mirando al señor, y mientras la madre esperaba por ella, él le susurro.
- Cuida de tu madre, Lucia, y recuerda, algún día serás una gran actriz, no lo olvides.
- Sí, señor.
- ¿Con quién hablas? – “cuanta imaginación tiene esta criatura”, pensó. – Venga, vámonos, Carlos y papa nos están esperando. – y la dulce niña se despidió de nosotros.
Todo sucedió en cuestión de unos instantes. Luego él se había quedado persiguiendo la mariposeadora marcha de la muchachita alrededor de la madre, como preocupado por el incierto futuro de aquella dócil niña con la que tan solo había hablado unos segundos, cuando de pronto, el cielo comenzó a velarse a una velocidad frenética. En un principio creí que se avecinaba una portentosa tormenta, con sus atronadoras estampidas y sus fulgurantes rayos metálicos, pero no, lo que sucedía era que el cielo sencillamente se ennegrecía, transformándolo rápidamente todo en un arcoíris grisáceo. Tan solo hacia unas decenas de minutos que había amanecido, pero la noche regresaba con fuerza. Sin embargo, esta vez las luces no deseaban encenderse. Entonces, el señor se fue desplazando arteramente hasta donde yo estaba. Introdujo la mano en el interior de la última de las capas de su ropaje, que consistía en una americana consumida y de talle considerablemente superior al suyo. Con esa mano se había hecho con un objeto, y con la otra asió mi mano, la cual colocó en posición supina para entregarme lo que resulto ser una pluma aparentemente esculpida en marfil, por lo que refulgía entre la cada vez más densa oscuridad. Antes de que, al igual que a todo lo demás, a él también se lo tragase la mas desalentadora negrura, pronuncio por ultimas vez aquellas sibilinas palabras: “lograra ver, amigo, con paciencia, lograra ver”. “Como aquella niña”, pensé yo, “como aquella niña”.
"Cuando despertó se dio cuenta de que se había quedado traspuesto, y de que aquella historia llevada a cabo entre vagabundos ni siquiera había sido escrita, tan solo había merodeado en el interior de aquella su atolondrada cabeza. Se preguntaba de donde surgirían las historias, pues era como si nunca tuvieran fin, como si aquel suplicio fuese a perpetuarse por siempre. El escritorio, los folios, la lamparilla, aquel escuálido jergón, se habían convertido – había perdido la cuenta del tiempo que allí llevaba – en su única vida. Desde que fuera enclaustrado en la exigua y penumbrosa habitación no había vuelto a ver la luz del día, y aquella mísera lámpara parecía iluminar cada vez menos sus desnutridas esperanzas.
Al principio se había obligado a caminar de un lado para el otro, hasta un número determinado de vueltas al día, pero con el tiempo y solo de vez en cuando, lo único que se limitaba a hacer era tenderse frente a la puerta con el objeto de escudriñar a través de su hendidura. Y como cada vez que lo intentaba, nada acertaba a ver, solo conseguía empapar sus delicadas pupilas debido al deslumbramiento al que aquel despreciable hilo de luz lo sometía. Pero esta vez, mientras permanecía tumbado sobre el tosco y álgido suelo, comenzó a sentir unas vibraciones dirigirse directamente hacia su dolorido pecho. Las palpitaciones resultaban cada vez más intensas, y al percibir el origen de las mismas, estás lograron perforarlo de tal forma que le arrebataron lagrimas de espanto. Se trataba de los enardecidos pasos que generalmente precedían a la amenazante voz que lo obligaba a sacar de si toda aquella serie de historias. Se puso en pie rápidamente, antes de que aquel tenebroso individuo pretendiese derrumbar la puerta a golpes. Cuando estuvieron enfrentados el uno al otro, con la sola separación del infatigable portón que lo recluía al otro lado de la humanidad, volvieron a retumbar los angustiosos impactos. Luego escucho el chirrido emitido por el desplazamiento de un cajón abierto en la puerta, por el que se le introducían los prolíficos folios, por el que luego estos huían despavoridos y colmados de relatos. Ni por allí se filtraba un solo haz luminoso, por lo que tuvo que palpar en su interior hasta dar con ellos y con algunos lápices nuevos.
- Ahora introduce lo que hayas escrito esta semana. – Bramo la imperturbable voz. ¡una semana!, pensó ¡ya ha pasado una semana! .
Fue hasta la mesa, depositó las nuevas páginas a la izquierda, se echó en los brazos el montón de la derecha, fue de nuevo hasta la puerta y los coloco en el cajón, y tras escuchar una vez más aquella condenada palabra – “Escribe”, “escribe”, “escribe”– regreso hasta la butaca, cogió uno de los lápices y comenzó a escribir aquella historia a la que había dado luz mientras dormía, y tras la que se debía esconder alguno de sus inagotables misterios."
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