Memorias de un holgazan. Sobre los tiempos que nos cambian.


            El enconado murmullo de un mar enfurecido, los revoloteadores graznidos de las gaviotas, o los permanentes achuchones de la estridente brisa, acompañaban al aleteo de mí pasar de páginas. Tumbado en la arena, sudoroso por un disimulado sofoco, abstraído de toda influencia terrenal, daba lectura a aquel capitulo en que madame Bovary, presa de su desdicha y en un arranque de cólera, empujaba a su bebe, provocándole así un pequeño corte en su delicada mejilla. Uno de esos momentos en que hacemos de los demás victimas de nuestra propia ineptitud, en que proyectamos nuestras frustraciones mas voraces mas allá de toda competencia, uno de esos momentos en que mejor sería estar exiliados en una isla desierta, sin siquiera vegetación, sombras, fieras, callaos, o utensilios capaces de compadecer al hastío de nuestra subsistencia, quedándonos y afrontando a solas al repudiado castigo de la reflexión.
La desconcertante escena solicitaba a la lectura una breve pausa, momento en el cual aproveche para echar una ojeada a mi alrededor. Me tropecé, entonces, con la realidad de una imagen bien distinta de aquella otra llevada cabo por entre las prosaicas líneas del amigo el señor Flaubert. Bajo la dorada lámina polvorienta con que generalmente se le sustrae al cielo su fulgurante y a la vez refrigerante azul, aparecían, ante mí, un carrito, una sombrilla, juguetes dispersos y un padre rebosante de una felicidad encubierta por el hábito. A su lado se regodeaba en la arena una niña de unos dos añitos de edad, y un poco más allá, su hermana mayor, de unos siete, se explayaba junto a un perro de aguas de pelambrera remojada y constitución no menor que la de aquella. De esta manera podría reconocerse que eran cuatro los componentes de la familia los que allí disfrutaban de las apacibles horas de una tarde de domingo. La niña le lanzaba una pelota al animal, y este, obedientemente, iba en su captura y se la devolvía a la pequeña muchachita. Luego, sencillamente, andaban juntos por la arena humedecida y burbujeante, como manteniendo entre ambos una intima charla imaginaria, o váyase a saber si, a través del lenguaje de la intuición, se sumían en una conversación tan verdadera como cualquier otra. Me llamó la atención la complicidad imperante entre ambos, así como las propiedades del robusto can, que hacían pensar que se encontraba en disposición de obsequiar a la criaturilla con una cabalgada propia de un vigoroso corcel. Confraternizaban hasta el punto de fundir sus pocas o muchas semejanzas; evolucionando en sus fraternales relaciones; como hermanos de figurada consanguinidad; como seres que compartirían los años más felices de sus vidas, entrelazando la cadencia de sus corazones hasta hacerse sentir el uno parte del otro. Uno como el futuro guardián de los más bellos y virtuosos sentimientos, el otro como el afortunado portador de todos ellos. Cuanta ternura se inhalaba a través de aquella escena, cuanta inocencia, cuanta lealtad impregnaba y sustituía a la ensalitrada atmosfera del embravecido litoral. Momentos que sus memorias serán o no capaces de retener, pero cuya sustancia endulzará para siempre el curso de sus vidas, amparándoles hasta el día aquel en que les tocará reposar eternamente. Fecha que llegará más pronto para uno que para el otro, que llorarán de forma desigual, pero a partir de la cual quedarán en la misma paciente espera para reunirse definitivamente en ese sueño tan profusamente compartido. 
De pronto, el estrepitoso ronquido de un vehículo motorizado me aparto súbitamente de tan cautivadoras emociones. Se trataba de uno de esos ciclomotores de cuatro extremidades, de gomas rodantes y provisionadas de adherentes vellosidades en forma de tacos. Dos espejos a modo de resistentes antenas le sobresalían a cada lado. Sobre él se ajustaba un jovencillo de mirada presuntuosa, y cuya atropellada inteligencia se embutía en el interior de un casco compacto y rojizo. Hasta aquel momento circulaba por el pavimento, pero posteriormente opto por introducir sus escurridizas y demoledoras garras en la superficie arenosa, a unos escasos metros de nosotros, para deleitarnos con su velocidad exorbitante, sus rugidos irritantes, y la molesta humareda que contaminaba y agraviaba nuestro entorno. Luego desapareció en la distancia, dejando tras de sí la infecciosa huella de su paso. A mis pensamientos retornaron entonces esa serie de ideas, de vagos presagios, o solidas certezas de que la empatía, el respeto, o el simple análisis de las consecuencias de nuestros actos, se hallan cada vez más cerca del naufragio, más próximos a la rendición ante el cada vez más contagioso abandono generalizado. Revolvían esas perturbadoras ideas mis continuas reflexiones acerca de la dirección adoptada por los hombres en su afanoso empeño por llevar a cabo su imaginativo, abrumador e ineludible desarrollo, sobre como su evolución parece conducirle, como en innumerables ejemplos u ocasiones se demuestra, allá de donde mismo proviene, esto es, de sus más arcaicos y primitivos instintos animales. Quizás no haya remedio alguno, tal vez todo, absolutamente todo, este condenado y sometido al mismo sentido giratorio con que los astros se desplazan,  siendo un hecho ineluctable el que al final vayamos siempre a parar al mismo punto, pasando por este cuantas veces nos sea permitido por las manos que todo lo mueven y con que todo se divierten, sean estas cuales sean. A continuación se entenderá mejor a lo que uno humildemente se refiere.
Una vez se restituyó la calma y retornó el plácido murmullo de mí alrededor, mi vista volvió a posarse sobre los espumosos renglones del desaparecido novelista galo, que nos obsequio con esta esplendida obra maestra. Con esto, mi mente abandono aquellas ofensivas cuestiones para adentrarse una vez más en el interior de ciertas realidades diestramente solapadas a base de ingenios y descripciones propias de un artista acreditado. Digno merecedor de un modesto espacio en este nuestro relato es el arte novelesco, que transporta al lector tan lejos o tan cerca de sí mismo como el mismo desee, que le permite pigmentar los libros con las tonalidades de su propia imaginación, que le ofrece la capacidad de transformar sus particulares fantasías en sus más tangibles realidades, o sus más penosas situaciones en insignificantes anécdotas que pendonean a su alrededor.
Pero la concentración me duro lo que tarda el sol en ocultarse cada atardecer. Un nuevo rumor se adosaba al armonioso sonido del entorno. Arrastre mi vista en derredor y a lo lejos vislumbre a una diminuta multitud aglutinada y circundando la bruna silueta de un jinete aupado sobre un vigoroso semental. El atuendo del hidalgo caballero consistía en pantalones, camisa y fajin negros, conjuntados con una bruñida capa que se le ajustaba a la altura de los hombros y que, posteriormente, descendía mansamente y se batía al compás de las ráfagas de la corriente. Un amplio sombrero torneaba su magín, y junto con un atezado antifaz mantenía en la umbría la expresividad de su rostro. A un lado de su talle se acomodaba la impetuosidad de un látigo siempre al acecho, mientras al otro un sable anhelaba una rápida e inesperada desenvainada. Se trataba de ese emblemático héroe de ficción que, tras ocupar las pantallas de nuestros hogares, fue progresivamente convirtiéndose en uno de los recursos favoritos en fechas tan significativas como lo son las festividades de la carne. Desconozco del todo si se trata del mismo individuo o si, por el contrario, son varios los intérpretes que se dedican, alrededor de la isla, a decorar las calles con la magia de sus ilusiones, arrancándonos de nuestros semblantes sonrisas genuinas, contagiándonos con su jubilosa representación, nutrida esta por una niñez meticulosamente cultivada, gozando ellos mismos y haciendo disfrutar generosamente a todos los demás. El anónimo sujeto, rodeado de pequeños curiosos, se convirtió en el protagonista de múltiples instantáneas, en un fornido caballero fuente de una ingenua admiración, y se dedico a realizar breves exhibiciones sobre las peripecias de su ecuestre amigo. El amortiguado impacto de los cascos sobre la arena sustituyo entonces aquella otra estela dejada con tan mala fortuna. Luego paso varios minutos caracoleando y deleitándose y deleitándonos con la conmovedora fusión de hombre, animal y medio ambiente, que se deslizaba como por todas partes a la vez, que atravesaba la luz y jugueteaba con el viento, que penetraba furtivamente a través de nuestras incrédulas miradas y se hacía con un pedacito de nosotros. Se convirtió en la más viva manifestación de que somos una sola cosa, de que ese debe ser el requisito indispensable para toda evolución.
              Así, en tan solo unos instantes habían pasado, ante mis ojos y casi sin darme cuenta, las disparidades habidas entre tiempos del pasado y etapas del presente. Por un lado tenemos a un chico perteneciente a los tiempos en que estas líneas son escritas, o lo que es lo mismo, en tiempos del presente, o para ser más exactos, en los comienzos de la segunda década del tercer mileno de la era cristiana, que, con ganas de darse un agradable paseo, elige el último cuadrúpedo de modelo y cilindrada dignos de ser tenidos en cuenta. Deambula entonces por acá y por allá, según le parece, como hasta cierto punto es comprensible, haciendo caso o no de las distintas normas de la circulación vigentes en la actualidad, como también podría hacerlo cualquier otro, pero con la irrefutable verdad de las distintas contaminaciones con las que este supedita a todo lo demás. De esta forma y con la simplicidad del caso, tenemos un llano ejemplo más de las consecuencias lógicas surgidas de una evolucionada perspectiva del mundo y de las cosas. Por otro lado tenemos a un sujeto que, aun perteneciendo a la misma época que el anterior y con iguales intenciones, es decir, las de darse un grato paseo -sean cuales sean las razones que a ello le motivaran- , elige para ello un medio de locomoción más propio de los tiempos del pasado, cuyo caballaje se confunde con las palpitaciones del humilde y servidor animalillo de orejas puntiagudas. Y a la vez con otra verdad irrebatible, la de no contaminar, en absoluto, el mismo entorno de antes, incrementando la gravedad del asunto los valores implícitos que de este último caso se derivan y que en el otro no hacen ni el amago de asomar. Podría, entonces, concluirse diciendo que, en el primer caso tenemos al hombre encerrado en sí mismo y en sus irracionales anhelos, más allá de concebir que forma una parte más de esa inmensa maquinaria a la que no estaría de más comprender, respetar y conservar. Y dejemos en manos de la imaginación de cada uno la trascendencia del papel a desempeñar en esa misma maquinaria. Y por otro tenemos al mismo hombre conviviendo, aceptando ese lugar que le ha sido conferido, haciéndose de los medios a su disposición para alcanzar los mismos fines, con la grandiosa virtud de no causar perjuicio alguno a ninguno de sus semejantes, y tómese como ejemplo de estos cualquier elemento susceptible de haber sido definido como parte original de esa misma maquinaria en que todos coexistimos.
Una vez dado nuevamente luz a estas mis repetitivas y sucintas elucubraciones, volví a sumirme bajo el hechizo del olor a páginas manoseadas, frases releídas, masticadas y digeridas, con que sigo alimentando a esta modesta afición mía de convertir la vida en una auténtica novela. Por que… ¿Qué es la vida sino una misma cosa experimentada de formas diferentes, observada de maneras distintas, trazada al gusto particular de cada uno?

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