De Bruselas a Burdinne. (Día 36)

Después de la odisea de las últimas horas del día anterior, y gracias, como no, a la reconstituyente acción de una ducha caliente, unas sábanas limpias y la confortabilidad de un colchón, amanecía  descansado y con el ánimo un tanto repuesto. A esto ayudó, también, la reconciliadora luz del sol, que penetraba alegremente a través del ventanal de aquella habitación. Atraído por el fulgor de aquella luz me asomé a la ventana, y pude comprobar, por entre lo alto de los edificios, cómo el cielo aparecía teñído de un azul esperanzador. Acto seguido, bajé los dos pisos que me separaban del desayuno. Allí doy cuenta de él, rodeado de viajeros de todas las nacionalidades; algunos en familia, otros en compañía de sus amigos, y unos pocos, como yo, junto a la más madrugadora soledad. Una vez arriba, tocaba realizar la laboriosa tarea de ordenar las alforjas, para luego ataviarme con la misma pestilente muda del día anterior. El chico brasileño, medio resacoso, se desperezaba; la chica japonesa, abandonaba la habitación antes que yo. Del otro no supe más, cuando desperté ya no estaba. Inicialmente se me había ocurrido hacer alguna visita en la ciudad, pero la hora que ya se había hecho, y que de lo que realmente sentía ganas era de abandonarla cuanto antes, provocaron que no demorara ni un instante mi partida. Para ello, bien podía ponerme a la búsqueda de la carretera que, según el mapa, más convenía a mi supuesto destino; bien podía, sencillamente, tomar al sol como referencia y seguir la dirección que este me indicara, pues mi rumbo era el este, y ya luego, en las afueras, ver la manera de conectar con las vías más convenientes para alcanzar mi destino. Finalmente opto por esta segunda opción.

Cojo la primera carretera que encuentro nada más salir del youth hostel, para luego seguir, como hemos dicho, por aquellas vías cuya orientación estuviese próxima a la posición en que fácilmente se podía deducir se había dado la salida del sol. Así, poco a poco, comienzo a alejarme del centro de la ciudad, tomando para ello una ligera subida que termina adentrándome por una profusa arboleda. De la ciudad al campo en cuestión de tan solo unos minutos. La carretera es amplia, y por ella continúo hasta que unos kilómetros más adelante me doy cuenta de que, casualmente, iba por la carretera que debía. Todo una fortuna si no fuese porque unas apresuradas nubes se situaron sobre mí y comenzaron a remojarme por completo, aunque por suerte se adivinada era una lluvia esporádica.

Fue este un día de cierta zozobra, a pesar del sosiego con el que había amanecido. ¿Por qué? Pues por los distintos motivos que se irán viendo a continuación, pero cuyo inicial precursor fue la sensación arrastrada desde días atrás, que consistía en la inquietud surgida al estar, durante tantos kilómetros, transitando constantemente próximo a los distintos núcleos urbanos, áreas industriales y comerciales, con la infatigable compañía de coches, motos y camiones, con sus diferentes sonoridades y sustancias expelidas, cuando precisamente lo que suelo hacer es huir de todo ello. Sabía que la totalidad de este viaje no tenía por objeto el mismo que suelo asignarle a otros, pero aun así, aun sabiendo y siendo consciente de ello, me resultaba imposible no pasar por momentos realmente exasperantes. Constantemente atento a los infinitos cruces de carreteras, en los que paraba, examinaba mil y una vez el mapa, e intentaba cerciorarme de estar escogiendo la carretera más adecuada, con la intención de evitar hacer kilómetros de más; y con ojo avizor en todo momento (o casi todo), circulaba, unas veces, por la calzada, y otras, por los distintos carriles habilitados para bicicletas, que tienen, en muchas ocasiones, la peculiaridad de no encontrarse en el estado más deseable para alguien que pasa tantas horas sobre ella, y por este motivo pasaba directamente a ocupar me pequeña porción de carretera, lo que originaba verdadera indignación en algún que otro conductor. Claro, no se les puede exigir un pizco de empatía en estos casos, pues... ¿cómo y porqué deben ser ellos conocedores de tus circunstancias?, así que me tomo con suma calma esta serie de reprobaciones, como quien escucha un pajarillo cantar, o el viento susurrar por entre las ramas de los árboles. Destacar, eso sí, como ya es sabido, la extensa red de carriles para bicicletas existente en este país, ya no solo en el interior de las distintas ciudades, por las que los habitantes circulan empleando este medio ya sea para ir a trabajar, comprar el pan o asistir a la misa del domingo, sino también a lo largo de las diversas vías interurbanas que comunican unas poblaciones con otras.

Hacia el mediodía, cuando iba por uno de esos carriles, de pronto, para mi completo desorden anímico y espiritual, el pedal izquierdo se va completamente al suelo. Sabiendo de las posibles y trágicas consecuencias que podían derivarse de un acontecimiento tan simple e insignificante, antes que nada, apoyo la bicicleta contra un tabique, cojo las pocas galletas que aún me quedaban dentro de su paquete, y las ingiero con una calma reflexiva tal que puede considerarse fueron las galletas más sabrosas jamás paladeadas. Mientras degustaba tan delicioso momento, observo como a tan solo unos cien metros escasos de mi posición, como si otra mágica mano la hubiese colocado allí para una situación de emergencia como aquella, aparece una parada de guaguas, con su correspondiente marquesina, como una señal que se ofrecía de forma solidaria y generosa, que me invitaba a aceptar la situación y facilitaba la puesta en marcha de una huida. Venía cansado, desmotivado, aturdido, y con la única intención de llegar a Suiza lo antes posible, así que esta situación definitivamente parecía exhortarme al abandono, por lo que durante unos breves instantes me planteo avisar a Andrea y advertirle de mi posiblemente pronta aparición. Aún no había siquiera valorado realmente la gravedad de la avería, y cuando lo hago, tampoco quedo satisfecho, pues no sabía reconocer si el problema era que sencillamente se había desenroscado la palanca o si era el eje pedalier el que se había averiado, en cuyo caso la opción estaba clara. Entonces decido abandonar hasta que no quedase otra opción, por muchas paradas de guaguas que se me presentasen, todavía me quedaba un pedal, así que sin saber muy bien cual podría ser la solución ni cuanto soportaría tan deplorable estado, sigo pedaleando con la pierna derecha, mientras en mi mano izquierda me había quedado sujetando la pieza desprendida. Y como muestra de que esa era la actitud a mantener, cual resultado de una ávida imaginación, como náufrago observando, moribundo y con trémula mirada, una isla repleta de suculentas riquezas, entorno a un millar de metros más adelante me encuentro ante la puerta de un taller mecánico. Miro al cielo: sigo sin ver nada. Me aproximo y observo como un señor de grueso bigote, pelo revuelto y ostensible delgadez embutida en un mugriento uniforme, se disponía a abandonar el lugar. Me precipito hacia él y, sin articular palabra, en un acto de silenciosa desesperación, le presento la pieza y señalo la bicicleta. Éste te acerca, la mira un segundo, y sin tampoco pronunciar palabra, ni hacer mueca alguna, me da la espalda y se dirige parsimoniosamente hacia el fondo del taller. Al minuto vuelve provisto de diversas herramientas. Coloca el pedal como a él mejor le parece, aprieta, aprieta y aprieta, y con la misma inexpresividad y serenidad de antes vuelve al fondo del taller a colocarlas en su lugar, casi sin darme tiempo de agradecerle sus desinteresadas atenciones. Todo esto pudo tardar en acontecer, en total, no más de cinco minutos, el tiempo que hizo falta para encontrarme milagrosa y nuevamente inmerso en mi empresa. El pedal, aparentemente, en perfecto estado. El señor, imagino que acabó por abandonar el lugar después de haberme deleitado con tan peculiar y extraña forma de cordialidad. Yo, seguí mi rumbo un tanto perplejo por tan repentino incidente y tan inesperada solución.

Pero esto no era todo, en absoluto, pues, apenas una hora más tarde, tras atravesar las obras de la vía principal de otro pueblo, una de las piezas del transportín se parte, por lo que todo el peso de las alforjas se va hacia un solo lado, tropieza con la rueda y hace que el continuar sea algo inviable. Allí mismo debo parar. La exasperación interna alcanza, por unos instantes, cotas inimaginables, pero pronto siento como me voy inmunizando, no queda otra, en el fondo tiene su gracia. "Pero... - me preguntaba - ¿Por qué todo en el mismo día?" Desprendo el equipaje, lo coloco sobre un pequeño muro, doy la vuelta a la bicicleta, saco las herramientas y comienzo con la operación. Hay que decir que lo que había hecho era un apaño para que el transportín (porta-alforjas) me fuese útil, por lo que la pieza partida no pertenecía al conjunto del elemento en sí, y, teniendo en cuenta que los repuestos que llevaba ya habían sido empleados para remendar el remiendo, no me quedaba otra que echarle imaginación al asunto. Entonces me rio de los cubitos de colores, de los sudokus y del mismo tetris. El tiempo apremia y yo me las intento ingeniar como puedo, con las escasas piezas y tornillos de los que disponía en la mano, cuando de pronto aparece junto a mí una señora en babuchas, con sus cenicientos cabellos, su tez bien conservada y la mirada candorosa que, mientras yo sigo en mi empeño, rodea el improvisado escenario, muy próxima, con sus ojos fisgones posados primero sobre la bicicleta, y luego sobre mis manos, que ya se encontraban completamente embadurnadas de grasa y aceite. Yo, que de belga se menos aún que de mecánica, y ella, que de español sabía menos que yo de ingenios de ferretería, nos miramos, y entonces asisto a un hecho insólito para mi: no éramos capaces de comunicarnos, ni lo más mínimo, mientras nos mirándonos a los ojos. Retomo mis labores con cierta pena de no poder corresponder la extrañamente manifiesta preocupación de la señora. Ésta, entonces, se da la vuelta, en dirección a su casa, que se encontraba al otro lado de la acera, cuando inopinadamente escucho como se aleja en medio de un extraño refunfuñando, en el que lo único que me parece reconocer es una palabra similar a "turista". Vamos, algo así como un: ¡Finfunfangoferfis-turis- grrss-mmm! Yo me quedo momentáneamente perplejo, pues todo había apuntado a una actitud amable e incluso afectuosa, mas sin embargo luego quedé embargado por la sensación de que la señora más bien se encontraba disgustada por algo que yo no lograba comprender. Sigo, pues, a lo mío. Tornillo para adelante, tuerca para atrás, llave inglesa para arriba, llave allen para abajo, por aquí, por allá, esto no se mantiene recto, así seguro que se rompe... mmmmm!! Y entonces aparece de nuevo la señora, ahora con un pequeño balde, una pequeña toallita y una pequeña pastilla de jabón. Imaginé que todo ello para devolver a mis manos su coloración habitual. Le agradezco el gesto como puedo y sigo a lo mío. Ella vuelve a rodear y fisgonear. Luego, otra vez se da la vuelta, enfila el camino a su casa y emite un nuevo y desconcertante refunfuño, con la misma palabrita intercalada. Yo, sigo sin comprender y reparando en el valiosísimo tiempo que se me seguía escurriendo por entres mis cochambrosas manos. Y cuando me parece haber dado con una solución al menos transitoria, vuelve a aparecer otra vez la señora, ahora provista de una caja de plástico transparente repleta de tornillos, tuercas y demás utensilios. Mi desconcierto sigue en aumento. Le señalo mis herramientas para hacerle entender que ya iba provisto, pues tras echar una rápida ojeada nada de lo que traía mejoraba mi situación. Y, para no dilatarnos más, nos despediremos de la graciosa señora con su último y singular refunfuño, como no,  en el que no faltó la simpática palabrita. Poco después terminaba yo con mi remiendo. Colocaba el equipaje sobre el transportín, nada convencido, por cierto; me lavaba las manos, le dejaba el balde junto a la puerta de su casa y volvía a subirme a la bicicleta.

Reanudo mi camino un tanto temeroso por la aparición de algún nuevo incidente, e intentando evitar todos los socavones que mi pericia me permite. Unos kilómetros más adelante me tropiezo con una tienda de bicis, en la que paro con la ingenua intención de tentar a la suerte. Pregunto si por casualidad disponen de piezas capaces de sustituir el desastroso apaño acabado de realizar. No hay suerte, y entiendo que la tarea se presenta harto complicada. Sigo, desde allí, unos quince kilómetros más, hasta que vuelvo a encontrar otra tienda. Vacilo un tanto "¿para qué, si seguro que tampoco tienen y el día se me sigue echando encima?" Pero la llovizna termina por hacer que me decida a entrar. Echo un vistazo, hago uso del aseo y entonces, paso directamente a presentarle mi problema al dependiente, el cual me remite, sobre la marcha, al mecánico, de rasurada mollera y bonitos ojos verdes. Aquel, con sorprendente solicitud me invita a que la entre y desligue el equipaje (otra vez). Acto seguido la sujeta en el aire por medio de dos cadenas que cuelgan del oscuro techo, tan oscuro como oscuras se encontraban por entonces mis esperanzas. Y de pronto, comienza a ir para un lado y para el otro, en busca de las llaves necesarias, de más tornillos y tuercas, sin apenas haber reparado en la problemática real del asunto. Resulta que la esposa del agradable y presto amigo era cubana, por lo que hablaba el castellano, cosa que se agradece sobremanera. Siendo así, más sencillo resultó mi intento por abrirme paso por entre sus vertiginosas habilidades, a fin de esclarecerle el verdadero problema. Comprende rápidamente, y rápidamente retoma el asunto. Arandela va, arandela viene, aprieto aquí, empujo allá, y así durante un largo rato, hasta que al fin parece que la cuestión queda, al menos a simple vista, resuelta. Y mientras me dispongo a sujetar nuevamente las alforjas, saca un mapa de Cuba y lo extiende sobre el suelo. Al parece suelen ir todos los años de vacaciones, hospedándose en la población de que es originaria su mujer y cuya ubicación, como no, me señaló sobre el mapa. Me habla un rato sobre la isla, y hace alarde de esas dadivosidad propia de muchos viajeros, de la que es grato contagiarse. Atónito aún por este nuevo e inesperado giro, marcho de allí con el espíritu henchido de energía y buenas vibraciones. ¡Gracias, amigo!

A todas estas se me habían hecho las tantas y yo sin comer, por lo que en cuanto diviso un supermercado me dirijo hacia él para aprovisionarme, justo cuando volvía a llover, por lo que esta vez tocaba comer en la misma puerta del supermercado. El resto del día, que no era mucho, transcurrió con cierta normalidad, atravesando los diferentes cruces de camino e improvisando una nueva alternativa, pues la intención era la de pasar por Lieja, pero en vista de las circunstancia decidí suprimir esta visita y acortar camino. La tarde caía encima mía, junto a más y más gotas de lluvia, cuando inesperadamente comenzó a hacer un frío considerable. Pronto me doy cuenta de que no llevo los guantes más apropiados, pues se empiezan a congelar de tal forma que parece que me están devorando la piel diminutas pirañas voladoras. El terreno está completamente yermo y el viento azota también con fuerza. "Pero... ¿Por qué?", me pregunto un días más. El frío es cada vez mayor y voy completamente calado. Solo deseo encontrar el más insignificante lugar en donde refugiarme, pero este no aparece hasta un rato después, cuando llego junto a una iglesia. Abandono la bicicleta a su suerte junto a unos contenedores de basura que se encontraban justo a lado, mientras yo me cobijo en el zaguán de la parroquia, tembloroso y completamente aterido de frío. Entonces entra una señora con expresión ausente, a la que le pregunto si existe algún camping próximo. Me da entonces ciertas indicaciones que me hacen entender que, próximo, próximo, no está. Ella se dirige a ocupar su correspondiente reclinatorio, mientras yo voy, muy muy lentamente, desprendiéndome de algo de frío, cuando ahora quien entra es un amable señor que habla algo el español. Con él charlo unos instantes y aprovecho para preguntarle, pues la experiencia me dice que hay que insistir, siempre insistir, si conoce de algún camping próximo, a lo que me responde que juntamente a doscientos metros hay uno. Entonces me indica que tiene prisa, que tiene que dar la misa, momento en el cual comprendo que ese afable señor era el sacerdote, y, aun no sé muy bien porqué ni cómo, imagino que impulsado por alguna inveterada causa, me veo deshaciéndome en absurdas muestras de respetuosidad ante aquel ser de incuestionable decoro. Finalmente me armo de las fuerzas necesarias para afrontar aquellos doscientos metros, recorridos los cuales llego hasta la espaciosa recepción del camping, en donde me atiende una chica muy agradable que también hablaba el español. Pero antes de ir en busca de mi parcelita, me quedo allí un rato intentando entrar en calor, e intentando, a su vez, conseguir algo de conversación, pues son muchos días sin poder charlar normalmente. Pero la chica, aunque muy amable, nada locuaz. Ya oscurecido me voy en busca de un lugar donde instalar la tienda. La instalo, deshago el equipaje y me voy en busca de las duchas, en las que tengo depositadas mis esperanzas de acabar con el frío que todavía me domina. Pero..., cuando llego, resulta que estas no funcionan, o no logro averiguar cómo funcionan, por lo que me doy media vuelta y me vuelvo a la tienda. La verdad, la suciedad es lo de menos, es compañera inseparable de viaje, pero el frío debía combatirlo, y eso hago. Finalmente, me preparo la cena, leo un poco y luego, mientras escribía un poco sobre lo acontecido, sucede algo que quiero atribuir, una vez más, a mi turbulenta imaginación. Pero fuera como fuese, el caso es que en medio de aquel silencio sepulcral y aquella impenetrable oscuridad, escucho como un susurro humano se dirige hacia mí a tan solo unos centímetros de la tienda, momento en que instantáneamente apago la luz de mi frontal y quedo al acecho y completamente inmóvil. Entonces escucho el murmullo cada vez más lejano de la hojarasca pisoteada. Ahora bien, si fue un pajarillo parlanchín, un virtuoso roedor o un fantasma afligido por  las asperezas de la soledad lo que me soliviantó, es algo que aquí no puedo testimoniar. Pero si hay un gran aliado en estos casos, ese es, sin duda, el agotamiento, que me hizo caer en breve absolutamente rendido, aunque fuese ésta una noche de sueños inquietantes y un tanto confusos.

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