De West Witton a Triangle. (Día 25)

Un día más, la mañana se presentaba triste y solitaria, con sus nubes rociadas de melancolía y una trémula brisa sustentándose sobre los deshojados árboles, los cuales flanqueaban las aguas de un riachuelo cuyo murmullo escuché aun antes de abrir los ojos. Hoy, tras el breve desayuno de cada mañana y guardar cada cosa en su lugar, tocaba cambiar las pastillas del freno trasero, tarea que me ocupó su tiempo y en la cual tuve que soportar una lánguida e inoportuna llovizna. Luego de estos primeros instantes, avanzo los cien metros escasos que me separaban de la carretera, a la que accedía junto a un bonito puente de piedra. Miro hacia ambos lados y sobre el asfalto mojado comienzo las primeras pedaladas de la jornada.

Pronto alcanzaba la población de West Burton, donde al ser sábado ya se encontraban los primeros excursionistas del día. Yo, observo y paso de largo, y cuando me doy cuenta ya estoy cogiendo la fuerte pendiente que me alejaría de allí. Y entonces, algún kilómetro más adelante, diviso en la distancia el puerto que debía rebasar, mientras a la derecha reposaba un precioso valle. Estos fueron momentos de notable dureza, pues los elementos se combinaron de tal forma que al final tuve que rendirme, bajarme de la bicicleta y arrastrar por ella (segunda y última vez en el viaje), lo cual ya no sabría decir si fue peor que montarla. Frío, viento y las adherentes pendientes provocaron que avanzase a una velocidad bastante reducida. Son instantes idóneos para trabajar, más que la resistencia física, la fortaleza mental, pues de lo único que te entran ganas es de tirar la bicicleta a un lado, sentarte y descansar cada cincuenta metros. Miro hacia atrás y me es imposible reprimir una risotada de impotencia. Pienso en la cantidad de kilómetros que habré hecho en la vida (no todos lo que hubiese deseado, seguro) y los puertos que habré salvado, y me parece mentira estar como estoy ante algo tan aparentemente... no sé. Pero con mucha tenacidad logro salvar el escollo, y cuando lo hago, la perspectiva no aparece excesivamente prometedora, pues me recibe una densa y fría niebla que impide, una vez más, que pueda disfrutar del paisaje, motivo esencial por el que había seleccionado esta vía y no otra. Pero más adelante afronto un leve descenso que me aleja de la niebla y termina desembocándome junto a un río, junto al que navego a lo largo de los siguientes kilómetros.

Este fue el día con que más excursionistas tropecé. Primero lo hice con un grupito que iba en bicicleta, con el que circulé unos minutos, y luego con los distintos caminantes, a los cuales en cierta medida envidiaba. Pensaba en lo acostumbrados que ellos estarían a esta desalentadora climatología, en que probablemente esto fuese algo frecuente en sus días al aire libre, y entonces me era inevitable sentirme afortunado por vivir donde he vivido, cómo si realmente hubiese motivo para ello, cómo si cada rincón de este planeta no fuese capaz de ofrecernos algo maravilloso con lo que deleitar nuestra efímera presencia. A pesar de la lluvia, estos fueron momentos muy agradables, ¡cómo no iban a serlo!. Sigo avanzando y haciendo kilómetros, hasta que entro en una segunda fase. Poco a poco me alejo de estos cautivadores parajes, cojo una carretera por la que avanzo sin mucha dificultad y me adentro en mi propio mundo de ideas, quimeras y cálidos pensamientos, de tal manera que las distancias se reducen, aunque el tiempo, como siempre (el muy...), sigue transcurriendo. Fueron kilómetros de mucho provecho, momentos que se te presentan sin previo aviso y te sorprenden por su profunda lucidez, por la libertad que te hacen alcanzar, porque te permiten emigrar de aquel escenario compartido para conducirte a uno cuyo contenido solo tú conoces. Luego te preguntas "¿qué habrá pasado durante todos estos kilómetros? ¿Qué me habré perdido? ¿Habré estado a punto de irme al suelo?" Y así llego a Skipton, donde me recibe un mercado atestado de alegres paseantes, que visitan las blancas carpas instaladas a ambos lados de la calle. Yo, primero me aproximo al castillo que se encuentra próximo, y ya luego me uno a la romería. Entro en dos librerías y pregunto si por casualidad tienen algún libro en castellano, pues a la "Historia de dos ciudades" de Dickens, cuya compañía ha sido de un valor incalculable, se le habían acabo las páginas. Pero mis alforjas sonríen, pues no podría someterlas a la pesada carga de nuevas historias. De allí me voy en busca de un supermercado, como no. Hoy toca una gran superficie, en la que entro mojado y muerto de frío, pues las distintas neveras que en estos residen, terminan provocando que tenga más frío dentro que fuera del supermercado.

Una vez aprovisionado, retomo la marcha camino de todavía no sé muy bien dónde, aunque cojo una carretera nacional de las buenas, por la que vuelven a circular motos, coches y camiones a sus velocidades desorbitantes. Aquí vuelvo a marcarme objetivos cortos, con la intención de que se me haga más ameno el camino, mientras pienso en encontrar un pequeño rincón en el parar para comer. Pero esto no resulta fácil, hasta que llego a una zona industrial, en donde aprecio una mesita con sus sillas de plástico, junto a una caseta de obras que, a su vez, se encuentra aneja a una exposición de caravanas. Allí, escojo el diminuto asiento con el menor charquito de agua, me instalo y doy buena cuenta de un pollo asado. Podría, ahora, suprimir estos detalles, pero... ¿para qué? La cuestión es que engullí la carne como si de auténtico salvaje me tratase, más bien creo que los salvajes disponen de mucho más refinamiento que el mío, eso casi seguro, pues había que ver como devoré más de la mitad de aquel pollo, cuyos restos me reservé para la cena. Pero pensaba: "qué más da, tu saca al animal que llevas dentro y disfruta de poder sentir, tan cerca de la luz, a tus más primitivos instintos". Pero claro, de espaldas a la exposición no podía vislumbrar a las tres figuras que se me aproximaban, hasta que ya estaban demasiado cerca. Y qué magnífica sensación me aportaba el no haber facturado a la Verguenza en el billete de ida a Dublín. Con la boca como la de un bebé recién comido, y las manos completamente impregnadas de grasa, regreso a la era que nos ocupa, me observo y mi cabeza, de manera mecánica, se desplaza hacia un lado y otro como en un gesto de resignada aceptación. Luego la luz del día me susurra que hoy no piensa retrasar el ocaso por mis constantes actos de imprudencia, así que pronto me pongo en marcha y sigo improvisando. Observo uno de los campings que previamente había señalado en el mapa, y pienso que, en teoría, estoy a tiempo de llegar antes de que la noche caiga encima mia un día más.

El próximo destino era Bradford, y hacia allí me dirijo en una nueva contrarreloj contra el sol. Cuestas por aquí y por allá, y más lluvia, hacen que lo que en el mapa parecía una distancia aceptable, se convirtiese en un nuevo tormento, pues no terminaba de llegar nunca, y cuando lo hago, tras una imprevista y prolongada bajada entre casas y comercios, y paro, ya estaba empezando a oscurecer. Ahora tocaba dar con la salida adecuada para ir aproximándome a la población en que se encontraba ubicado el camping. Y la noche a puntito de llegar. El problema de que te coja la noche no es otro que el que, si te encuentras en las proximidades de un núcleo urbano, el improvisar un lugar donde dormir se vuelve muy complicado, a no ser que montes la tienda en el jardín de algún alma de transigencia inusitada. Aquí podría decir que comenzaba una jornada aparte, como tantas veces ocurriera a lo largo de la travesía.

Pedaleo por amplias carreteras, atento a las distintas señalizaciones y en busca de la vía que me interesaba. Llego y atravieso varios cruces, en cuyos semáforos desespero un tanto porque me hacen contemplar como la luz se sigue extinguiendo, hasta que encuentro un desvío en el que me parece distinguir la dirección correcta. Entonces, empiezo a subir una prolongada cuesta. Voy realmente agotado, las piernas a penas me responden, y la larga avenida no para de subir y hacerme detener en uno y otro semáforo. La impotencia empieza a surgir. Y sigo subiendo, y pronto dejo de sentir las piernas y acelero. Cuando me doy cuenta parecía que estaba luchando por la victoria de etapa de alguna vuelta ciclista. Tales eran mis ansias de acabar con la tortura. Pero la noche me alcanza y la carretera no para de subir, mientras me deshogo lanzando todo tipo de maldiciones sobre el rugoso asfalto. Tampoco siento ya el frío o la intensa sudoración, hasta que poco a poco empiezo a alejarme, las calles a oscurecerse y yo a pensar que esta no era la carretera acertada. Entonces paro junto a un pequeño y aislado establecimiento, en cuya puerta se encontraba aparcado un todo terreno. Le pregunto a señora que lo ocupa, pero pocas referencias me ofrece.

Entro en el reducido comercio, en el que me recibe un silencio fúnebre y una larga cola de gente a la espera, en cuyos rostros parecía reflejarse la muerte, pues parecían espíritus petrificados, indolentes, insonoros, como si el inevitable día les hubiese alcanzado mientras aquel cajero, de movimientos silenciosos e inusitadamente pausados, cual sepulturero de blancos cabellos e ilimitadas arrugas cava sus fosas, cogía los paquetes depositados por sus pálidas manos sobre el mostrador. Por momentos parecía que lo que allí sucedía era que, en cuanto aquellos cuerpos inertes llegaban a la caja, el señor abría uno de los paquetes, y a un movimiento de asentimiento de su añoso rostro, aquellas almas en pena pasaban a transformarse en polvo de cenizas, para luego ir a parar a cualquiera de aquellos envases, que bien podrían tener la forma de una caja de galletas o un sobre de pasta. Luego el señor se desplazaría, con paso templado, hasta una de las tantas estanterías, en donde despositaría finalmente el improvisado féretro. ¿Me habría confundido de lugar? ¿Sería aquello la representación de un innovado camposanto? Y con estas funestas ideas rondándome en la cabeza me abro paso por entre aquellos seres impávidos, temeroso por lo que pudiera pasar, pues sentía que en cuanto abriese la boca, regresarían de entre los muertos para exhalar todo tipo de improperios como consecuencia de mi incauta conducta. Pero eso no fue lo que ocurrió, sino que una vez lanzada al vaporoso aire la pregunta, apenas percibí movimiento o sonido alguno, motivo por el cual salí de allí poniendo los pies en polvorosa, no fuese a ser que también yo fuese a caer pulverizado.

Abandono el lugar pensando en que todo aquello debía ser producto de una imaginación cada vez más agitada, y en que a lo mejor las agujas del reloj, por una vez, hubiesen tenido piedad de un humilde vagabundo como yo. No fue así. Ya no sabía si seguir e improvisar algo o dar media vuelta, resignado, e intentar encontrar la carretera correcta. Opto por improvisar y sigo subiendo un poco más, hasta que puedo apreciar, por las lejanas luces que iluminan el fondo de un profundo cauce, y las otras que parpadeaban desde lo alto de la otra cresta, todo lo que debía haber ascendido. Más adelante me encuentro un restaurante aislado en aquella vía desierta, haciendo esquina e bien iluminado. Me acerco, echo una ojeada por una de los cristales y como veo gente, entro. Allí me miran con extrañeza, para no variar, y yo les pregunto si saben cómo podría acceder a la población que andaba buscando desde un inicio. Después de haberse mirado los unos a los otros, en silencio y con un encogimiento de hombros, un chico joven se ofrece a echarme una mano. Salimos y me explica por dónde debía ir, aunque me advierte que aún me quedan unas cuantas millas. Salgo por la otra carretera que delimitaba el restaurante y, para mi fortuna, ésta se encuentra iluminada por una tímida hilera de farolas, que van cambiando de un lado al otro de la oscura calzada. Y entonces empiezo a descender, evidenciándose así el esfuerzo inútilmente desempeñado. Como no veo muy bien voy con los dedos pegados a los frenos. Doy con algunos cruces. Los primeros los reconozco en las instrucciones recibidas, pero ya luego no me queda otra que seguir improvisando y rezar porque alguien apareciese en medio de aquel desolado paisaje. Cuando llego a una urbanización, a través de algún que otro ventanal, puedo vislumbrar que allí, tras aquellos tabiques empedrados, la vida seguía su curso, bien a través de una televisión en marcha, bien por medio de un señor sentado en su sofá con un libro en las manos. Pero afuera, ni rastro, hasta que llego a un nuevo cruce que me conduce hasta una vía principal, en donde encuentro dos hombres que paseaban bajo la penumbra. Me dirijo hacia ellos, y estos me indican que voy en la dirección correcta, que debía seguir descendiendo por tal carretera hasta alcanzar el penúltimo pueblo de la jornada. Y allá voy. Sigo bajando, llego al pueblo, a otro cruce y tuerzo a la derecha, momento en que, visto lo visto, prefiero cerciorarme y volver a preguntar a un pareja que paseaba por allí. El chico, tras haber superado el sobresalto inicial que produce un extraño que se te aproxima en mitad de la noche, me confirma que voy bien, que me queda poco y que todo es plano. ¿Plano? Más le vale que no venga a Canarias de vacaciones y me lo tropiece, pues voy a ampliarle yo algunos conocimientos. Es lo que tiene ser un viajero, que de pronto te tropiezas con un listillo que se aprovecha de tu situación para darle gusto a su ingenioso concepto de gracia. Sigo, pues, llaneando, preguntándome porqué si es plano, cada vez voy más lento y más cansado, cuando a lo lejos me parece vislumbrar la lucecilla de un ciclista. Como iba sobrado de fuerzas, acelero y le doy alcance. Luego del correspondiente sobresalto, le pregunto por el camping, y este, muy amablemente, se ofrece a indicarme exactamente dónde se encuentra ubicado. Vamos juntos, charlando, o intentando charlar, y son estas cosas las que eclipsan a las otras, la tremenda amabilidad de la gente normal, que habita en cualquier parte, y que éstos viajes me presentan un día y otro, sin descanso. Llegados a mi desvío nos despedimos. Yo bajo una fuerte pendiente para enseguida salvar un pequeño río gracias a otro puente de piedra. Justo al finalizar este debo girar a la derecha y enfilar una nueva, oscura y solitaria cuesta, acabada la cual ya me presenta justo a la puerta del camping.

El camping consiste en una gran espacio abierto entre una profusa arboleda, como al día siguiente pude comprobar, pero esta noche apenas podía ver mucho más allá del haz de luz proyectado por mi frontal. La hierba se mezcla con el lodo, de tal forma que mis pies y las ruedas de la bici se entierran en él. No encuentro a nadie que me atienda, así que con ciertas lecciones aprendidas me instalo. La nota agradable era que la temperatura, extrañamente, era bastante buena para las horas que debían ser. Una vez instalado, me voy al mugriento aseo, que presenta un estado de abandono o dejadez realmente triste de comprobar. Me doy una ducha caliente y me vuelvo a la tienda, con los pies (iba en zapatillas), llenos de barro. Y cuando ya me encontraba sentado, limpiándolos para meterme dentro, aparece una señora un tanto peculiar, pidiéndome el importe correspondiente por pernoctar. Yo alucino un tanto con la actitud de la señora, que ni se molesta en realizar la más mínima indicación. Esto originó una cierta sospecha, que consistía en hacerme pensar que aquella podría ser cualquiera con ganas de timarme. Como la señora no tenía cambio, tiene que llamar al marido, que se presenta haciendo gala de la misma extraña conducta. "Gente rara", pienso, y al fin puedo introducir mis pies limpios en la tienda y disponerme a comer el resto del pollo asado con un poco de arroz. Breve lectura, pues el agotamiento era considerable, y a dormir.

Pero aquí no acaba el asunto, no, esta vez, no. Pues cuando llevaría alguna hora durmiendo, a la caseta que se encontraba a la derecha de la mía, llegan unos chicos un tanto perjudicados, imagino yo, que por el alcohol, armando una trapatiesta importante, devolviéndome a la vigilia por momentos. Les escucho hacer comentarios sobre la bicicleta, que pueden ver perfectamente, pero que se encuentra bien sujeta a la tienda. Entonces pienso en que la cosa, al final, va a terminar por complicarse, y lo curioso es que a partir de aquí comienza una dura pugna entre mi intenso agotamiento y la intranquilidad de saber a personajes tan ridículos próximos a mí, cuyas intenciones, descuidos u ocurrencias eran toda una incógnita en tan penoso estado. Pero de dicha pugna salió vencedor el tremendo cansancio, así que cualquier cosa que puede contarles a partir de aquí, no sabría decir con exactitud si forma parte de un sueño o de la realidad. Algo realmente curioso, la verdad, el caso es que no descansé nada bien, pero tampoco hubo que lamentar ningún altercado. También es curioso sentir como tu personalidad parece transformarse ante algunas situaciones, como se desarrolla un instinto en cuyos detalles no vamos a entrar. Y hasta el día siguiente, o unas horas más tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario