Camino de Pierrefontaine-les-Varans - Cerca de Clairvaux-les-Lacs. (Día 50)

Después del habitual recogimiento de equipaje, hoy debía, antes que nada, cambiar la cámara de la rueda trasera, que se había desinflado inesperadamente la noche anterior, en medio del silencio y la quietud y mientras me encontraba descansando en el interior de la tienda, provocándome así un sobresalto considerable. La mañana no se presentaba muy fría, por lo que el transcurso de estos primeros kilómetros se hizo más agradable. Después de la jornada anterior, tan extraña y larga a la vez, ya me sentía nuevamente parte integrante de mis propios e imprevistos propósitos. Lo primero era alcanzar el pueblo de Pierrefontaine-les-Varans, cosa que no tardo en conseguir. Una vez allí, me seduce, primero la apariencia, y luego el aroma de una pequeña panadería situada en una esquina justo a la salida del pueblo. Paro, pues, con la intención de concederme un apetitoso desayuno. Luego, sin mayor dilación, continuo mi rumbo, cuando tan solo unos pocos metros más adelante, junto a una gasolinera, encuentro un pequeño supermercado donde paro para aprovisionarme de líquido, pues apenas había bebido nada en las últimas catorce horas. Me hago con un zumo de dos litros y otros tantos de agua, y allí mismo doy buena cuenta de una buena parte de estas cantidades. Ya luego de llevar a cabo estas breves diligencias, continúo dando cadencia al eje pedalier de mi bicicleta. Este primer tramo se me hace un tanto monótono y algo pesado, pues volvía a transitar por una de esas carreteras que, en apariencia, no presentan especial dificultad y, sin embargo, las cubiertas parecen adherirse al asfalto como si me hubiesen colado disimuladamente un montón de piedrecitas en las alforjas. Pero para mi sorpresa e ingenua fortuna, pensaba yo, más adelante llega una prolongada bajada, que discurre a la sombra de árboles semidesnudos, y en la que los vehículos que se me aproximaban en dirección contraria devolvían a la vida a las recién caídas hojas, que se elevaban y traveseaban sobre la gélida brisa otoñal. De esta forma, llego al pueblo de Ornans, que se asienta en el fondo de un bonito valle. El día aparece bien lúcido y resplandeciente, lo cual me hace recuperar rápidamente el calor extraviado a lo largo del descenso. Paso, sin interrumpir mis rotativos andares, por la acogedora población, y rápidamente entiendo que aquella bajada tenía trampa, pues enseguida me veo recuperando la altitud perdida. Cada día que pasa tengo las piernas más agotadas, y subir la más mínima pendiente me supone un esfuerzo importante, pero bueno, a falta de fuerzas...: cabeza. Así siguen avanzando lentamente los kilómetros, mientras sigo recreándome a merced de los atractivos colores del otoño, que simulan un delicioso fresco de tonos pardos, cobrizos y rojos, como si un prodigioso pajarraco hubiese lanzado desde los aires, según su gusto y antojo, estos maravillosos tintes, siguiendo algún tipo de designio natural. Una vez alcanzada la cota más alta, comenzaría un nuevo y prolongado descenso, hasta alcanzar, esta vez,  la localidad de Salins-les-Bains, a donde llego con tremendas ganas de descansar y comer. Para aquellos que, se puede decir sin ningún tipo de pudor, vivimos en la calle a lo largo de este tipo de experiencias, hay varios lugares que sentimos casi como un hogar, y entre ellos se encuentran los supermercados.

Así, pues, aparco mi bicicleta en la entrada y me dispongo a darme un grato paseo por entre los distintos pasillos, sin importar excesivamente los artículos que en estos se hallen. Y son tantos los que uno ha frecuentado a lo largo de tantos kilómetros, que hasta pena me da no poder recordarlos a todos. Pasas por supermercados de todos los tamaños y colores, y vas notando los cambios que se producen en ellos según el país en que te encuentres, ya sea por sus características o por sus productos, que cambian de uno a otro en formato y calidad. Puedes llegar a un pequeño establecimiento de un pequeño y lejano pueblo, y ser recibido con total normalidad, aun a pesar de ir chorreando agua por todos lados; y puedes llegar a una gran superficie, en alguna ciudad donde se supone la heterogeneidad de su gente debe hacerte pasar inadvertido, y por el contrario no haces sino tropezarte con multitud de miradas que te acechan con incredulidad. Una vez te haces con aquello que necesitas, te acercas a la caja, y allí, si tienes la suerte de tener que esperar (a mí me distendían tanto esos momentos, que si se ofrecían a dejarme pasar, declinaba cortésmente la oferta), puedes llevar a cabo todo un análisis sociológico de la región, advirtiendo aquí que no solo es el tamaño y el color del comercio lo que cambia, sino también el trato, la cordialidad y simpatía de sus habitantes. Luego, sales, introduces como puedes las cosas en las alforjas, y te pones en busca de un lugar decente en que prepararte el almuerzo. Y aquí interviene de forma sustancial la climatología, pues si se está lloviendo, debes iniciar la búsqueda de un pequeño rincón en que ponerte a cubierto, cosa que no resulta todo lo sencillo que se pueda imaginar, percatándote entonces de los pocos espacios públicos provisto de la más insignificante techumbre. Por fortuna, en esta ocasión, el sol seguía iluminando un bonito día, así que allí mismo, en un solitario escalón en uno de los márgenes del espacioso aparcamiento, me instalo y me preparo algo de comer, mientras aquellos que bien acababan de aparcar, bien se disponían a abandonar el lugar, me miraban con una mueca que oscilaba entre la perplejidad y la compasión.

Una vez el estómago lleno, como fue habitual a lo largo de todo el viaje, tocaba hacer la digestión sobre la bici, pues si quería avanzar kilómetros, teniendo en cuenta el nuevo horario de invierno, debía aprovechar al máximo la esplendorosa luz del sol. Y así abandono esta población, a través de un nuevo puerto, con un pedaleo suave para no agitarme en exceso, cosa que ralentizaba aún más el avance. Luego tocaba seguir improvisando las distintas carreteras a seguir, avanzando por dónde la intuición me aconsejaba, enlazando una vías con las otras, estando atento a los despistes y a un lugar en que reponer agua, pues una vez más me volvía a quedar sin apenas agua. Y así, entre una cosa y la otra, llego a un pequeño pueblecito, en donde veo una bonita fuente en la que finalmente lleno mi depósito. Aquí: "depósito de agua lleno, corazón contento". Luego continúo, pensando en no pasar ningún tipo de penuria para encontrar un emplazamiento razonable donde dormir. Pero..., ya se sabe: "¿y si sigo un poquito más? ¡El siguiente pueblo no está muy lejos!". Los distintos campings por lo que paso están cerrados, algo comprensible si tenemos en cuenta las fechas en que todo esto acontece, hasta que, junto a una primorosa laguna, encuentro uno aparentemente abierto. Me acerco, y allí una joven bastante gentil me comunica que también se encuentra cerrado, justo cuando aparece un señor de Zaragoza, con el que puedo hablar más extendidamente. Todos, siempre haciendo muestra de sus mejores intenciones, terminan sugiriendo algún hotel u  otro tipo de hospedería de tipo similar, algo que resume bastante bien la lógica expelida por nuestros razonamientos menos primitivos. Yo, haciendo uso de unas reflexiones más elementales, continúo hacia la siguiente población (Clairvaux-les-Lacs), a donde llego ya de noche. Hay que reconocer que la tentación hace su trabajo cuando llegas a una población bajo estas circunstancias (de noche, sucio, agotado, y bajo una ligera llovizna), pero todo lo que ahorres hoy, mañana buena falta te puede hacer, y qué sabroso es hacer uso de las cosas como resultado de una necesidad real. Así que, un día más, con mi frontal iluminándome por delante, y mi luz roja trasera permitiéndome ser visto por detrás, sigo avanzando bajo la oscuridad. La lluvia cesa, y el cielo, poco a poco, comienza a despejarse, hasta que me permite disfrutar de unos cautivadores instantes, la negra y celestial bóveda que nos comprende, se encontraba abarrotada de estrellas a pesar de la proximidad de una luna a punto de completar su circunferencia. Momentos inolvidables por la calma tan monumental que allí reinaba. Y entonces...: "podía haber tomado una estrecha y solitaria carreterucha que salía por la izquierda, a través de un hermoso prado aparcelado y delimitado por una espesa vegetación. Podía haber continuado por esa reducida calzada, hasta dar con otra entrada a la izquierda, esta vez de tierra y en donde la hierba crecía a sus anchas. Podía haber seguido avanzando por ella, hasta llegar al borde de un extenso pastizal, buscar el amparo de una arboleda y el ablandamiento de la hojarasca, para finalmente alojar allí mi pequeña villa desarmable." Podía haber hecho esto, si, pero sin embargo, tal vez, eso no fue exactamente lo que hice, quien sabe.

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