Aún desconozco si por casualidad he bajado ya de la nube o si, por el contrario, aun ando proyectando mi visión y mis pasos, como una lejana y tímida sombra, sobre este mundo de incoherencias y desventuras. Sea de la forma que sea; ya se estén hundiendo nuevamente dichos pasos sobre el fango que se ciñe junto a un pasado lejano, ya las suelas de mis zapatos se encuentren acariciando la superficie de un sueño atestado de dulces ángeles, me siento en el necesario compromiso o bajo la conveniente obligación de no dejar atrás ciertos asuntos recientes, antes de que el frescor con que aún los siento pase a convertirse en sólidas imágenes incapaces de transmitir la esencia que de ellas se desprende, ahora, tan naturalmente. Es por ello que, aun sabiendo de la dificultosa y laboriosa tarea que ello implica, siendo consciente de que el tiempo sigue obstaculizando toda buena intención, me haya decidido a no dar por concluido el asunto e intentar ilustrar, un tanto más al detalle, lo que supuso ese viaje nunca realizado.
Viajar en bicicleta es algo extraordinario, pues te permite, quizá no al nivel de cuando caminamos, eso sí, entrar en contacto directo con el entorno, embeberte de él, sentirlo y dejarte arrastrar por su magnificencia, pero, también, y esto es lo que lo singulariza, te posibilita conocer regiones distantes entre sí en un menor período de tiempo. Bueno, realmente tiene multitud de ventajas más, pero de momento quedémonos con estas. Como inconveniente, y esto, tan solo respecto al caminar, tenemos precisamente las limitaciones a las que nos somete el aumento de la velocidad pero, fundamentalmente, esos poco más de diez centímetros que nos separarán constantemente del suelo. Puede parecer que esa pequeña distancia debiera no tener una excesiva repercusión, pero lo cierto es que a mi modesta manera de ver, ese diminuto alejamiento lo puede significar todo en determinados momentos. Creo que cada tipo de experiencia te aporta algo diferente y en esta ocasión, una vez más, nos permitiríamos sacrificar esa hermosa perspectiva que nos ofrece la visión del mundo contemplado desde el aferramiento a él, para adquirir una nueva tan solo un poquito más alejados, pero considero igualmente necesario para incrementar aquellos conocimientos a los que aspiramos.
A mí me gusta pensar que, cuando viajo en bicicleta, voy a lomos de un robusto y vigoroso corcel. Pienso y me gusta imaginar que pertenezco a aquella época en que no se contaba con muchos más medios de transporte que las nervudas extramidades de una buena cabalgadura, por tanto, el mundo debía parecer más extenso de lo que puede resultar hoy en día. Si hay otra cosa que me deslumbra en esta manera de viajar es el nuevo concepto de las distancias que introduce. En este caso, al haber pedaleado lo que calculo debe oscilar entorno a los 4.000 kilómetros, me he llevado una nueva impresión del mundo y sus distancias en general. El mundo era más abarcable de lo que yo podía imaginar, y sentir algo así es algo verdaderamente maravilloso. Sentir el espacio físico, como te desplazas por el mapa con el que tan familiarizado has estado, observando continuamente los cambios culturales, paisajísticos o lingüísticos, en un período de tiempo insignificante para la cantidad de vivencias que te han acompañado, ha sido una experiencia inolvidable que espero poder volver a vivir, algún día, de esta misma forma.
A mí me gusta pensar que, cuando viajo en bicicleta, voy a lomos de un robusto y vigoroso corcel. Pienso y me gusta imaginar que pertenezco a aquella época en que no se contaba con muchos más medios de transporte que las nervudas extramidades de una buena cabalgadura, por tanto, el mundo debía parecer más extenso de lo que puede resultar hoy en día. Si hay otra cosa que me deslumbra en esta manera de viajar es el nuevo concepto de las distancias que introduce. En este caso, al haber pedaleado lo que calculo debe oscilar entorno a los 4.000 kilómetros, me he llevado una nueva impresión del mundo y sus distancias en general. El mundo era más abarcable de lo que yo podía imaginar, y sentir algo así es algo verdaderamente maravilloso. Sentir el espacio físico, como te desplazas por el mapa con el que tan familiarizado has estado, observando continuamente los cambios culturales, paisajísticos o lingüísticos, en un período de tiempo insignificante para la cantidad de vivencias que te han acompañado, ha sido una experiencia inolvidable que espero poder volver a vivir, algún día, de esta misma forma.
Este tipo de experiencias, como puede estar sujeta cualquier otra que decidamos emprender, están expuestas a que las podamos aderezar a nuestro antojo. Es decir, seremos nosotros mismos quienes marquemos nuestras propias reglas del juego, y en ello van a influir inapelablemente nuestros gustos y preferencias, nuestras necesidades y anhelos y, como no, nuestra personalidad, con la que nos iremos topando un día sí, otro también, y que será el origen de hondas satisfacciones y profundos fracasos y frustraciones (hay quien más quien menos). Dicho esto, entonces, seremos nosotros mismos los que decidamos de qué manera vamos a afrontar nuestro incierto periplo. Por ejemplo, hay quienes viajan dotados de los últimos artilugios tecnológicos, sabiendo claramente su posición en todo momento y haciéndose una idea bastante aproximada de lo que tienen por delante, calculando, siendo metódicos y no dejando al azar sino los escasos detalles que no intervendrán de manera alarmante en el correcto desarrollo de sus intenciones; no obstante, hay quienes buscarán la mayor incertidumbre posible, se suministrarán de los simples planos que se vayan encontrando, y se dejarán constantemente en manos de los lugareños para que estos les orienten, o desorienten, según sea el caso, exponiéndose así a innumerables fiascos y situaciones de desamparo; hay también quienes prefieren pedalear un número determinados de kilómetros al día, o lo hacen sujetos a un horario que luego les permitirá desarrollar otro tipo de actividades; y hay quienes pasarán largas jornadas encima de la bicicleta, ignorando la distancia que han recorrido y la que les queda por avanzar, y cayendo luego exhaustos sobre la mullida superficie de sus aislantes; hay quienes se refugiarán de las adversidades, quienes se resistirán a duras jornadas bajo lluvias torrenciales, que evitarán las zonas más abruptas o buscarán que la dirección del viento les favorezca; y habrá quienes adopten a la fatalidad como compañera inseparables de viaje, sin la cual nunca lograrían sentirse tan próximos a su objetivo, aun cuando no tengan del todo claro cuál es. Y así, se podría elaborar una extensa lista de diferentes maneras de afrontar una misma empresa.
En mi caso, podría decir que mis elecciones parten de un acto plenamente consciente, sin embargo, esto no es así, más bien afloran de manera puramente instintiva, como algo que emerge del discreto lugar en que se alojan mis anhelos y necesidades o caprichos, de tal forma que un mero espectador que se encontrase observando cada instante de mi recorrido, se iría tropezando con cada una de mis decisiones en el mismo momento en que yo lo hago, si acaso, solo le llevaría unas milésimas de segundo de ventaja. Y es que, bajo mi humilde punto de vista, es hermoso sentir como no solo es la incertidumbre externa la que te invade, sino la que parte de ti mismo, la que te demuestra una y mil veces que de nada te vale decidir antes de llegar a un cruce de caminos, pues allí, en ese mágico lugar, donde todo tu futuro depende de una decisión banal, muchas veces injustificada, surgen impulsos difíciles de adiestrar y, aunque en muchas ocasiones terminan por acarrearte hacia engorrosas situaciones, son lo más sabroso de la vida y de lo que más logro aprender, pues la experiencia me sigue diciendo que el excesivo control parte del miedo, y este solo se vence a raíz de sobrellevar con dignidad y desenvoltura el terrorífico descontrol. De esta manera, la idea era clara, la de, una vez más, dejarse en manos del destino, y llevar acabo el mayor número de descubrimientos posibles, externos e internos. Y eso fue lo que ocurrió a lo largo de tan largas, intensas y desconcertantes jornadas.
El punto de Origen escogido fue la ciudad de Dublín. Llegué, para no variar, sin hacer los deberes, así que tampoco tenía idea de cuál podría ser mi itinerario ni cuánto tiempo pasaría en el país. Finalmente el mapa me fue echando una mano y terminé pasando veinte días en él. A partir de ahí la idea era alcanzar Londres (otros diez días más), luego saltar al continente y llegar a Suiza. En principio tenía intenciones de parar allí, pero a última hora, como no, cambié de planes y pensé que, ya total, me haría gracia llegar a España, y tras una semana de intensas jornadas eso haría. Como requisito me propuse hacer el menor uso posible de horarios, así que no llevaba reloj y mi móvil estuvo practicamente todo el tiempo apagado. Otra cuestión era la del kilometraje. Prefería no estar tampoco atento a detalles como este. Quería sentirme lo menos vinculado posible a lo que atrás dejaba, y las sensaciones fueron geniales.
No quiero terminar esta introducción sin mencionar antes algo que he sufrido especialmente en esta ocasión, pero que siempre está presente cuando te dejas en manos de la naturaleza y un simple camino. A lo largo de los días existe un extenso conjunto de circunstancias que podríamos determinar como factores ambientales, entendiéndose este en la más amplia de sus definiciones. Entre ellos podríamos mencionar el frío o el calor, la lluvia, el viento, la niebla, los desniveles a salvar y la cadencia de los mismos, el estado del camino o carretera, la profusión de bichejos, la alimentación, el tránsito de vehículos, los problemas mecánicos, las posibilidades de pernocta, las asperezas de la noche, las lesiones o problemas de salud, etc., etc. De esta manera puede aparecer una infinita combinación de elementos que hagan que el endurecimiento de la ruta esté fuera del alcance de las previsiones. Y esto fue lo que me ocurrió contantemente. Días de frío e intensos diluvios eran sustituidos por jornadas de vientos enérgicos y carreteras en penoso estado. Otros en que los dolores físicos me hicieron estar a punto de abandonar dieron paso a penosas etapas cuya protagonista fueron las averías mecánicas. Exhaustivas jornadas de pedaleo junto a una abrumadora circulación fueron reemplazadas por mil colinas con sus mil subidas y bajadas. Y así sucesivamente un día tras otro. Tal vez fue todo esto lo que me hizo profundizar en un estado de interiorización insólito, que me enriqueció y proporcionó las más elevadas emociones, impresiones y conocimientos, los cuales luego parecen haberse ido desvaneciendo gracias al turbio y corrompido contexto en que convertimos cada uno de nuestros días con nuestra actitud pasiva, conformista y poco imaginativa. Y es aquí donde una crónica, un recuerdo, el carácter retrospectivo de estas líneas, juegan un papel fundamental, pues para un servidor, la simple evocación de un sinnúmero de recuerdos fútiles en su apariencia, lo retrotraen a ese estado en el que la sencillez ha jugado un papel primordial y le ofrecido el más valioso de sus aprendizajes.
El punto de Origen escogido fue la ciudad de Dublín. Llegué, para no variar, sin hacer los deberes, así que tampoco tenía idea de cuál podría ser mi itinerario ni cuánto tiempo pasaría en el país. Finalmente el mapa me fue echando una mano y terminé pasando veinte días en él. A partir de ahí la idea era alcanzar Londres (otros diez días más), luego saltar al continente y llegar a Suiza. En principio tenía intenciones de parar allí, pero a última hora, como no, cambié de planes y pensé que, ya total, me haría gracia llegar a España, y tras una semana de intensas jornadas eso haría. Como requisito me propuse hacer el menor uso posible de horarios, así que no llevaba reloj y mi móvil estuvo practicamente todo el tiempo apagado. Otra cuestión era la del kilometraje. Prefería no estar tampoco atento a detalles como este. Quería sentirme lo menos vinculado posible a lo que atrás dejaba, y las sensaciones fueron geniales.
No quiero terminar esta introducción sin mencionar antes algo que he sufrido especialmente en esta ocasión, pero que siempre está presente cuando te dejas en manos de la naturaleza y un simple camino. A lo largo de los días existe un extenso conjunto de circunstancias que podríamos determinar como factores ambientales, entendiéndose este en la más amplia de sus definiciones. Entre ellos podríamos mencionar el frío o el calor, la lluvia, el viento, la niebla, los desniveles a salvar y la cadencia de los mismos, el estado del camino o carretera, la profusión de bichejos, la alimentación, el tránsito de vehículos, los problemas mecánicos, las posibilidades de pernocta, las asperezas de la noche, las lesiones o problemas de salud, etc., etc. De esta manera puede aparecer una infinita combinación de elementos que hagan que el endurecimiento de la ruta esté fuera del alcance de las previsiones. Y esto fue lo que me ocurrió contantemente. Días de frío e intensos diluvios eran sustituidos por jornadas de vientos enérgicos y carreteras en penoso estado. Otros en que los dolores físicos me hicieron estar a punto de abandonar dieron paso a penosas etapas cuya protagonista fueron las averías mecánicas. Exhaustivas jornadas de pedaleo junto a una abrumadora circulación fueron reemplazadas por mil colinas con sus mil subidas y bajadas. Y así sucesivamente un día tras otro. Tal vez fue todo esto lo que me hizo profundizar en un estado de interiorización insólito, que me enriqueció y proporcionó las más elevadas emociones, impresiones y conocimientos, los cuales luego parecen haberse ido desvaneciendo gracias al turbio y corrompido contexto en que convertimos cada uno de nuestros días con nuestra actitud pasiva, conformista y poco imaginativa. Y es aquí donde una crónica, un recuerdo, el carácter retrospectivo de estas líneas, juegan un papel fundamental, pues para un servidor, la simple evocación de un sinnúmero de recuerdos fútiles en su apariencia, lo retrotraen a ese estado en el que la sencillez ha jugado un papel primordial y le ofrecido el más valioso de sus aprendizajes.

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