De Zerf a Puttelange-aux-Lacs. (Día 40)

Hoy tocaba despertar sobre un blando colchón revestido con blancas sábanas, arropado por un grueso cobertor, también de color blanco, que me atornillaba sobre el lecho y me invitaba a permanecer en tan agradable posición durante unos minutos más. No obstante, sabía que el día se presentaría tan frío como los anteriores, y antes de sucumbir ante la tentación, termino desperezándome, pues bajo estas duras condiciones pre-invernales la dignidad con que se logrará avanzar es todo una incógnita, y más vale arrancarle al día algunos minutos. Pero antes que nada, como en la hospedería en que me hallaba el desayuno estaba incluido, bajé al salón que hacía de comedor a dar buena cuenta de las suculentas viandas matutinas que me fueron generosamente servidas. Probé distintas clases de panes, mantequilla, huevos, fiambres, salchichas,... y así fui rellenando el amplio hueco abierto por el constante agotamiento al que me sometía jornada tras jornada. Luego de este delicioso momento, subí a la habitación para terminar de recoger, entre otras cosas, toda la ropa que tenía secándose junto a la estufa. Ya con las alforjas armadas y bien equipado y protegido contra el frío, me despido de la amable y un tanto curiosa señora que me había servido y salgo en busca de mi querida y estimada compañera de viaje.

Efectivamente, el día amanece bastante frío, aunque por suerte luce un espléndido cielo azulado, que ofrece un magnífico colorido al mundo y, particularmente, a mi deteriorado ánimo. La carretera comenzaba exigente, y es aquí donde se presenta, una vez más, la eterna disyuntiva. Hace frío, así que te abrigas, pero como vas haciendo un cierto esfuerzo, comienzas a sudar y a pasar calor. Si te quitas el abrigo, te congelas, si te quedas con él puesto, lo mojas y luego, también te congelas. Por suerte, no como en otros días, no caía un auténtico diluvio sobre mí y el sol siempre echa una mano, así que prefiero desprenderme de algo de abrigo y conservarlo para la bajada. Aquí se aprecia la importancia de ir equipado con el material apropiado, cosa que por no hacer, por inexperiencia, pagué una y otra vez en este viaje. Sigo ascendiendo, con el resto de fuerzas que poco a poco me van restando, hasta que llego al que deduzco punto más elevado antes del cruce que tenía intenciones de coger, y que me debería de conducir hacia las proximidades de un río, lo cual garantiza que no vas a tropezarte con fuertes desniveles. La bajada es acentuada y transcurre a la sombra de un frondoso bosque, por lo que el frío aumenta considerablemente. Llego al siguiente pueblo, donde la amplia superficie comercial se encuentra cerrada. Sigo hacia adelante.

Tan solo iba provisto de un mapa que comprendía las naciones de Bélgica y Luxemburgo, y ahora me encontraba errando por tierras germánicas, por tanto, a punto de desaparecer por la esquina inferior-derecha del mencionado mapa. La intención era encontrar un nuevo plano, el problema era que no tenía una ruta trazada, ni sabía cuál era la que más convenía a mi destino, así que era un constante improvisar. Al tratarse de dos grandes paises (Francia y Alemania) entre los cuales me tocaría avanzar en las próximas jornadas, los mapas más convenientes no eran fáciles de encontrar, pues estos suelen subdividirse por regiones concretas. Los que encontraba tan solo me eran útiles una serie de kilómetros, por lo que no compensaba la inversión a realizar, así que tras rebuscar en los dos únicos establecimientos que encontré decidí arriesgarme, ser honrado y solicitarle permiso a la dependienta para fotografiar las partes que más me interesaban. La señora accede, me pide que lo haga en un lugar fuera de la vista, y a ello me pongo. Muy agradecido compro aunque sea algo para comer y de allí salgo con mi chapucero mapa digitalizado.

No puedo decir que disfrutase mucho del paisaje ni de mucho más a lo largo de este día. Tenía la impresión, como en otros, que era una simple jornada de trámite, aunque siempre consciente de que a la vuelta de cada recodo del camino te puede estar esperando cualquier tipo de sorpresa. Luego entiendes que no hay jornadas de trámite. El frío no me mortifica tanto como en días pasados, pero los kilómetros no parecen avanzar. Y es que a la adquisición de un nuevo mapa le sigue su período de adaptación al mismo, de asimilación de las distancias e interpretación de su trazado. Voy cansado y al encuentro con la frontera con Francia. Además era  festivo e iba sin comida encima. Los pocos establecimientos que encuentro aparecen cerrados. Tengo mis esperanzas depositadas en una población llamada Saint Avold, a donde llego tras un dilatado período de desesperante pedaleo. Pero para mi sorpresa, no hay ni un alma en las calles e igualmente estaba todo cerrado. Un tanto desconcertado por los imprevistos y como tampoco había muchas más vueltas que darle, continuo ya avanzada la tarde hacia el siguiente pueblo.

Un rato después, llegaba y, para mi sorpresa, el pueblo se encontraba en fiestas. Había un escenario montado en la plaza, atracciones para los niños, sonaba la música, la gente andaba de un lado para el otro y pienso que, por fin, voy a conseguir algo de comer. Así que lo primero que hago es alimentarme como buenamente puedo. Frente a la tienda en la que había entrado se encontraba un pequeño cruce, y en la esquina del mismo aparece un reducido panel que señala la dirección del camping municipal, y en el cual no habría reparado de no haberme detenido allí. Mis intenciones eran las de seguir un poco más, aún quedaba luz suficiente para continuar avanzando, sin embargo, pienso que hoy me merezco un poco de compañía y un poco más de descanso, así que me pongo en marcha y en la dirección que el referido panel me señalaba. Avanzo por la carretera, a la espera de otra señal, pero esta tarde en llegar. No obstante, lo hace. Encuentro un cruce y una señal, luego otro cruce y otra señal, y cuando me doy cuenta estoy haciendo un nuevo kilometraje con el que no contaba y que me aleja completamente del pueblo para introducirme a lo largo de una amplia vaguada. A uno de los lados de la estrecha calzada por la que circulo encuentro un emplazamiento con varias caravanas aparcadas, a las que acompañan distintas parcelas desocupadas, por lo que intuyo que ese debe ser el camping. Como no encuentro a nadie me acerco a una vivienda próxima a preguntar, y allí me indican que ese no es el camping, no, que este está más adelante, así que sigo avanzando un tanto confundido. Llego a un cruce en el que otra señal me indica girar a la izquierda. Y entonces me topo con la primera sorpresa, un hermoso embalse, que reposaba sereno y refulgente como la superficie de un mayestático espejo postrado en la tierra, y sobre el que yacían dulcemente algunos botes, que parecían como tapizados de fino terciopelo con el que acariciarían el delicioso lustre del  inmóvil reflejo. Distintos pescadores se repartían ya en su interior ya en sus riberas, mientras el tiempo parecía detenido, o era el sol el que parecía resistirse a caer y dejar de contemplar así tan bonita estampa.

  Para acceder al camping debo atravesar el muro del embalse. Cuando llego al final, me llevo la siguiente sorpresa: está cerrado, con cadenas incluso, no hay manera de acceder. Me doy la vuelta. Entonces una fugaz idea ocupa mi pensamiento, "no fue una buena decisión venir aquí". ¿Cómo podía ni tan siquiera ocurrírseme tal cosa ante aquel espectáculo? Rectifico rápidamente y me dispongo a preguntar a alguien si sabe dónde puedo encontrar otro camping próximo. Hablo con una pareja que me indica que mejor pregunte en lo que me pareció entender un "restaurante" a la entrada. Yo no recordaba haber visto ningún restaurante, pero también debía reconocer que iba tan solo atento a la aparición de un camping, haciendo caso omiso de cualquier otra cosa que pudiera encontrar por el camino. Retrocedo, pues, hasta la carretera principal, sin acertar a distinguir ninguno. Pensándolo mejor, lo extraño hubiera sido haberlo encontrado en aquel lugar. Vuelvo a dar la vuelta, esta vez más atento, hasta que doy con un pequeño quiosco de estos móviles que suelen afincarse en las fiestas de los pueblos para vender hamburguesas o perritos calientes, a diferencia de que allí la especialidad de la casa eran las pizzas. Evidentemente, algo no había entendido bien.


 Localizado el lugar, me acerco a preguntar. La señora y el señor que lo regentan me miran con una mueca que oscilaba entre la indiferencia y la impasibilidad, luego me responden con acento un tanto tosco un mísero "No sabemos". Miro en derredor, pero lo único con lo que mis incrédulos ojos se tropiezan es con tres ancianos, arrellanados en sendas butacas alrededor de una mesa, con expresión, si acaso, un tanto más benévola que la de sus paisanos, pero incapaces de emitir un sonido distinto de aquel quejido tenue, como si al querer buscar en ellos algún tipo de apoyo les hubiese provocado involuntariamente una aflicción más que sumar a la dolorosa carga con la que el paso de los años les había retribuido. Resignado me doy la vuelta para abandonar el lugar, cuando un chico que se encontraba cenando con su pareja, y en quien yo no había reparado, me llama y me pregunta qué andaba buscando. Le planteo mi situación y, sorprendentemente, me indica que tiene una pequeña casa ahí al lado, que si quiero puedo pasar allí la noche. Todo esto con una expresión de ostensible desinterés, por lo que sin pensarlo mucho acepto la invitación. Esta era la gran sorpresa que me tenía este día reservada. Me aparto para esperar a que terminen de comer, pero pronto se me acerca Heiko (así se llama él) y me invita a tomar un café calentito con ellos. Allí pasamos unos instantes muy gratos, en los que me alimento más que con el café con la bondad tan absorbente que denotan. Luego ellos se suben en el coche y yo los sigo, como puedo, detrás, pues voy realmente agotado y me cuesta horrores seguirles de cerca. Luego llegamos a la casa, me ofrecen una ducha, que, por supuesto, me doy, y cuando salgo del aseo ya se encuentra la chimenea encendida, en uno de los rincones de la pieza principal de la vivienda, en donde prácticamente el único mobililiario, además de la chimenea, era una extensa alfombra de lana blanquecina, sobre la que, con la ayuda de unas almohadillas, nos acomodamos, bebimos cerveza y conversamos durante varias horas. Fueron instantes maravillosos, con una compañía excepcional, en los que con  el vivo crepitar de las calurosas llamas de fondo, pude disfrutar de uno de los momentos más extraordinarios de todo el viaje. No encuentro palabras para expresar lo que algo tan simple pudo suponer a mi persona, tal vez ni tan si quiera procuro intentar encontrarlas, pues es una de esas sensaciones para las cuales las palabras siempre se te hacen poco. Lo único que puedo hacer desde aquí, es plasmar un "Gracias Heiko y Sabine", que persistirá no tanto en estas páginas como en mi pensamiento. Y esto fue todo por este día.

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