Península de Dingle. (Día 8)

Sobran las palabras...
Como venía siendo habitual, cada mañana, al despertar, me saludaba una lluvia arrulladora, y me invitaba a permanecer bien calentito en el interior de mi saco durante algunos minutos más. Y es en estos momentos cuando llevaba a cabo una función mucho más importante de lo que podía prever. ¿Por qué? Por estas agraciadas tierras irlandesas, al contrario que, por ejemplo, en Francia, cuando visitaba una de mis secciones favoritas dentro de un supermercado, esta es, la de las galletas y chocolatinas, podía encontrar un amplio surtido de galletas digestivas, de las cual hasta la fecha venía haciendo uso, más que nada, porque su ingesta me resultaba sencillamente placentera. No obstante, tras haberlas escogido esta vez como fieles compañeras de desayuno, he podido comprobar sus beneficiosos efectos, más si tenemos en cuenta el hecho de estar fuera de casa, sin una dieta todo lo correcta y equilibrada que se debiera. Estas situaciones suelen ser el origen de un cierto desbarajuste digestivo, y éste suele manifestarse por un aumento de la capacidad de retención de determinadas sustancias de deshecho. Sin embargo, tomando unas cuantas galletitas digestivas en el desayuno, es posible evitar, en cierta medida, estos problemas. Afortunadamente no suelo tener excesivas dificutades respecto a este asunto, pero puedo dar fe de la conveniencia de tener esto en cuenta.

Pongamos ahora el supuesto de que hubiese dormido en un pastizal encharcado, en el que el viento hubiese sido lo suficientemente intenso como para desprender la lona exterior de la tienda (la impermeable) de la otra, lo cual podía haber dado lugar a que yo tuviese que salir, tal cual vine a parar a este mundo de contradicciones, bajo la lluvia o sobre ella, según se mire, a colocarla en su sitio, al menos, en dos ocasiones, antes de levantarme definitivamente, recoger y saltar una valla para retomar la marcha de cada día. Si nos ponemos en dicho supuesto, nos haremos una fácil idea de lo divertido que podría resultar, ¿verdad? Y si ya luego, al comenzar una jornada en la que tenía depositadas grandes esperanzas, nos encontramos con lo que a continuación había que encontrarse, más aún. En un viaje de este tipo es uno mismo el que marca la dureza, de eso no hay duda, pues eso uno el que selecciona los kilómetros u horas a recorrer, por dónde prefiere circular, o las condiciones que está dispuesto a soportar. Pero aun cuando no pretenda endurecerlo voluntariamente, es irremediable verse envuelto en situaciones algo engorrosas, fundamentalmente por la continuidad, porque si no es una cosa es la otra, un día sí y otro también. Así que hoy, tras lo que se intuye una noche inquietante, había que afrontar un puertecillo que nos alcanzaría hasta el conocido "Connor Pass". Esta subida la hago con fuerte viento en contra, frío, lluvia, niebla, carretera en mal estado y de pendientes acusadas, por lo que decido hacerla toda de un tirón y así quitármela lo antes posible de encima. A penas pude sentarme, tenía que ir de pie sobre la bici todo el tiempo, lo cual se dejó sentir luego en mis pobres rodillas. Pero lo peor de todo no era eso, sino que otro día más no pude disfrutar del paisaje todo lo bien que resulta deseable. De todas formas debo decir que son precisamente estas cosas las que favorecen el que realmente la experiencia sea bastante provechosa e instructiva, a pesar de mis aparentes lamentos. En medio del ascenso me tropiezo con otro viajero en bicicleta, y pienso en que éste si que supo elegir la dirección correcta. Una vez arriba paro para no disfrutar de vista alguna y enfriarme un poco más, ¡vamos, para nada! pero bueno, ahora tan solo había que bajar hasta Dingle, y en este descenso me vuelvo a encontrar a otro ciclista.

Tras una rápida y húmeda bajada llego al pueblo, donde me dirijo al primer supermercado que encuentro para hacerme con las provisiones del día, y así desentenderme ya del asunto. Mojado y muerto de frío iba yo por la sección del pan, cuando de pronto un chico y su novia se me acercan amistosamente y me pregunta que de dónde soy. Yo le contesto que español, y esto parece encender la llamita de una efímera amistad. Se trataba de un chico italiano que vivía en Dublín, que hablaba algo el español, y que movido por mi aspecto delator decidió acercarse. Luego cada uno sigue a lo suyo y yo marcho contento por haber podido conversar con alguien después de algo más de una semana. Después me doy un breve paseo por el pueblo y de allí me voy improvisando una ruta circular por el extremo occidental de la península. La carretera que tomo comienza con una extensa recta que parece no querer finalizar, para luego ascender durante unos pocos kilómetros. El día definitivamente se presentaba nublado, ventoso y con lluvia, por lo que no disfruto apenas del entorno. Aun así decido realizar el itinerario inicialmente previsto. Hay momentos como este, en que lo único que me impulsaba era el pensar que es posible que nunca vuelva a visitar tal zona, y eso hace que me lo tome con calma, me resigne y disfrute de otro tipo de cosas mientras pedaleo, ya sea de mis propios pensamientos, ya de la grandiosa sensación de libertad que vivir así ofrece. Después de haber llegado al Bradon Crrek y haber dado la vuelta, llegaba a un pueblo en medio de un aguacero considerable, por lo que no me queda otra que parar para guarecerme un poco. Aprovecho para meterme en un bar amplio y acogedor, y allí mismo me tomo un chocolate caliente. Mientras doy cuenta de él, saco mi libro y me pongo a leer tranquilamente. Instantes de recomposición. Luego de este plácido rato, salgo de nuevo y cuando me disponía a coger mi bicicleta, que estaba afuera apoyada contra el ventanal, siento unos golpecitos en el cristal, como si me estuviesen llamando. Como los golpes no cesan, vuelvo a entrar a ver si es que me había dejado algo. Pero cuando entro, a quien me encuentro es al chico italiano con su novia. Me invitan a tomar algo, pero declino cortésmente la oferta, ya que se me había hecho tarde. Aunque luego entendí que tal vez debía haber pasado un rato más con ellos. No todos los días te tropiezas con gente tan amable y amistosa.

De aquí salgo con la intención de terminar la ruta circular hasta llegar de nuevo a Dingle. El tiempo ahora me respeta, y puedo disfrutar un tanto mejor del bonito entorno. Aún no sabía muy bien cómo, pero el caso es que las horas se habían esfumado, y el día no había cumplido con las expectativas iniciales ¡no problem!, esto es así. Avanzo ahora pensando en dónde tocaría hoy dar satisfacción a mi agotamiento. Llego a Dingle, pequeño pero grato paseo y finalmente tomo rumbo salida de la península. La verdad es que me esperaba un territorio más aislado, menos transitado, con menos viviendas, menos coches, tal vez esto influyó en el asunto de las expectativas. Asimilado esto sigo y sigo avanzando, y paso un pueblito y luego otro, siempre mirando hacia los lados, a ver cómo se presentaba el terreno, si algún lugar se ofrecía a darme cobijo durante unas horas. De pronto observo en la distancia un lugar con buen aspecto, una montaña en forma de media luna con una arboleda próxima, así que tomo un desvío de tierra por el que me trago todos los bichitos de la región. Tras rebuscar un acceso en condiciones, opto finalmente por dar media vuelta, aquí no hay manera, todo acotado, o embarrado, o cualquier otra cosa que imposibilita la ¿acampada? ¿yo? ¡Nunca! ¡Que conste bien claro! ¡Jamás me atrevería ni me atreveré! ¡Eso es de gente despreciable! Sigo avanzando bajo las postrimeras luces vespertinas, subiendo o bajando agún que otro repecho, por carretera cómoda y poco transitada, hasta que llega un punto en que me resulta inútil seguir avanzando.

Entonces, también aquí podría haber girado por una estrecha entrada a la izquierda, que me introducía en una carreterucha bacheada y de pendiente a tener en cuenta. Y bajo la luz de la imaginación y entre las sombras de la incertidumbre seguí avanzando, entre casas solitarias y terrenos no del todo solidarios, sin encontrar un mísero rincón en el que poder olvidarme de mí mismo. Y seguí subiendo, y la carretera se transformó en pista, y cada vez más alejado pero cada vez más cerca de todo. Los lunares de la noche aderezaban mis pensamientos. También proyectaban sus tímidos haces luminosos sobre la tierra, como queriendo guiar mi camino, pues por mí mismo casi no era capaz de divisar las piedras, charcos y socavones que se repartían por él. Y cada vez más próximo de una cima desierta, así que termino por dar la vuelta y revalorar mi entorno. Pero por mucho que revalorase, nada por aquí, nada por allá, hasta que al final, podría haber tomado la determinación de saltar unos alambres herrumbrosos y puntiagudos, para ir a parar sobre un matojo de altas hierbas en las que clavar las piquetas era todo una hazaña. Allí mismo podría haber montado la tienda, haberme metido dentro para terminar encajado de tal forma entre tanta hierba, que al día siguiente despertaría tal cual me acosté. Extrañamente, podría haber sido la noche más cómoda de todas, probablemente en la que mejor dormiría. Pero recordemos que, todo esto, probablemente no sea sino el producto de una imaginación febril y sedienta como la mía.

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