De Heyrieux a Le Pouzin. (Día 52)

A pesar de estar en pleno mes de Noviembre, esta fue una noche más bien propia de un verano testarudo y remolón, que se resistía a abandonar las latitudes en que las aventuras de este humilde relato se llevaban a cabo, para ir a bendecir los corazones ateridos y anhelantes en el otro extremo del globo, pues pasé bastante calor allí entre las incrédulas lonas de mi tienda, con un saco de cuyo interior las plumas salieron despavoridas en mitad de la noche. Imagino que a esto contribuyó el haberme refugiado en uno de esos pequeños bosquecillos que anidan, aislados, entre los vastos campos de cultivo, y cuyo interior se encuentra libre de la influencia de la refrescante brisa nocturna. A pesar de esto, no fue una noche sencilla, pues precisamente al incidir el viento directamente sobre las gráciles copas de los espigados árboles, se desprendía un estruendo tan ensordecedor, que parecía que de un momento a otro, todos y cada uno de ellos, cederían ante las energéticas acometidas del aire para terminar sepultándome a mí entre un montón de hojas y troncos astillados. Pero este no había sido, ni mucho menos, el único fragor entorpecedor de mi descanso, pues por otro lado se le había sumado el ocasional estruendo proferido por los distintos aviones que aterrizaban en el aeropuerto próximo de Lyon, así como los diversos trenes de mercancía o de pasajeros, que a lo largo de toda la noche circularon a unos doscientos metros de mi improvisada situación. Y, por último, el zumbido procedente de la concurrida carretera de la cual me había desviado el día interior. Todo un espectáculo de ruido, allí, donde todo auguraba un apacible retiro.

Lo mejor de la buena temperatura era que podía comenzar a pedalear más temprano de lo que venía haciéndolo tantos días atrás. Al madrugón me impulsaba el que los días seguían menguando de forma más que ostensible, y había que aprovechar al máximo la luz del sol. Y así recogía por enésima vez todos los bártulos, abandonaba el ruidoso bosquecillo, remontaba la pista de tierra, la de asfalto y retomaba la vía principal comprobando que el cielo había vuelto a cubrirse de grises nubes cargadas de amargura. Pronto comienza a caer una fina lluvia. Yo circulo creyendo acertar mi posición en el mapa, pero tras atravesar varios cruces me percato de que algo falla. Termino preguntando a una chica que iba en su coche, junto a una gasolinera cerrada. La chica, aunque muy atenta, no puede ayudarme, y como estaba estorbando no le queda otra que apartarse, por lo cual yo decido dejar de importunarla para acercarme hasta la gasolinera, cuyo establecimiento se encontraba tan solo habitado, a simple vista, por un chico que tecleaba frente a un ordenador solitario. A parte de eso, no había más mobiliario en toda la oficina, que estaba acristalada por tres de sus cuatro costados. Toco, el chico me abre y le pregunto. Éste, como tampoco sabe indicarme, llama a su compañera, que sale por una de las dos puertas que se dibujaban en la pared desnuda de la derecha. Cuando ya la chica me estaba ofreciendo muy amablemente las indicaciones que yo requería, tocan en la puerta, y cuando me vuelvo observo que es la chica del coche, a la que ya le había preguntado, que aparecía con los alimentos del día en el interior de una bolsita. La gasolinera estaba totalmente desprovista de servicio alguno, ni tenía los surtidores activados ni disponía de tienda, así que la única conclusión a la que llegué es que se encontrase en pleno proceso de apertura. Marcho de allí ya con la certeza de saberme por el camino correcto. La lluvia, aunque débil aún, persiste, mientras yo continúo avanzando por carreteras algo monótonas pero en las que pedaleo sin demasiadas dificultades. Estos kilómetros avanzan algo más rápido y, poco a poco, me voy acercando a las proximidades de Vienne, ciudad a la que llego cada vez más inmerso en el interior de un omnipresente nubarrón que amenazaba con complicar definitivamente la jornada. Cuando llego a Vienne, en el primer cruce que encuentro pregunto a un señor, que me indica la dirección a tomar, esta es, a la derecha, por una calle a la que se ceñían, a ambos lados, edificios rancios, de color amarillo desgastado, y cuyos residentes presentaban el mismo aspecto deteriorado que el de aquellos desafortunados bloques. Un poco más adelante ya alcanzo el río Ródano, del que no me separaría hasta última hora del día siguiente. Aquí ya el tráfico aumenta. Tenía entonces la opción de franquear el río o seguir por la misma ribera en que me hallaba. Opto por esto segundo, aunque pronto comprendo que no era la opción más acertada si lo que buscaba era ahorrar algún kilómetro que otro, pues ésta daba un pequeño rodeo. Por aquí, si bien no era del todo frecuentada, me fui encontrando diversos charcos de cierta profundidad y, claro, los pocos coches que pasaban no podían hacerlo en otro momento que justo cuando me encontraba atravesando alguno de ellos, por lo que al pasar, sin ningún tipo de contemplaciones ni disminuir lo más mínimo la velocidad, terminaban arrojándome encima toda la masa de agua que sus neumáticos eran capaces de arrojar, por lo que ya no solo me llovía por arriba, o por abajo gracias a mis propias ruedas, sino también por los lados. La lluvia seguía en aumento.

Más adelante llego a una población en la que había un nuevo puente por el que cruzar el amplio río. Lo cruzo, y al poco doy con un banco. Como apenas llevaba dinero encima decido acercarme al cajero. Entonces compruebo que mi tarjera debe tener algún problema con la banda magnética, pues me es imposible burlar a la maquinita para que se digne a ofrecerme unos pocos billetitos. Entro en el banco a ver si me pueden cambiar las libras esterlinas que aún llevaba encima. No me las pueden cambiar. La cosa se empieza a poner emocionante. La tormenta seguía en aumento, yo iba completamente mojado, y algún trueno aislado resonaba como queriendo acompañar con un toque de percusión, la prodigiosa melodía interpretada por la intrigante tempestad. Yo sigo por la misma carretera que circula siempre al lado del Ródano, atravesando una y otra población. Pruebo en otro cajero: nada. Entro. Me atiende, muy cordial, la directora de la sucursal, una señorita de ascendencia española, por lo que puedo hablar normalmente con ella. Le echa un vistazo a la tarjera inservible, y a su vez me explica que en las sucursales de estas pequeñas poblaciones no pueden cambiar dinero, por lo que sigo en la misma extraña situación. La lluvia no cesa, y ya no me entran ganas ni de parar a comer. El día sigue transcurriendo y, poco a poco, siempre pensando tan solo en el pueblo más inmediato, termino alcanzando los arrabales de Valence. Sigo de largo. Había seguido probando en distintos cajeros, pero con la misma fortuna anterior. Ya bajo las retraídas luces de una tarde presurosa, llego a un pequeño pueblo en el que, en vista de las horrorosas perspectivas climatológicas, opto por la opción más segura: buscar un techo bajo el que refugiarme, más que por temor a la incidencia directa de la lluvia, porque no aparecían a la vista lugares en los cuales la naturaleza me garantizase que en mitad de la noche el agua no fuese a terminar por derivarme al caudaloso torrente del río Ródano. Pero por más que pregunto en este pueblo, tan solo me indican la existencia de un hotelito que se encuentra justo en mi dirección y a la salida del mismo. Hacia allí me dirijo, advirtiendo como poco a poco voy desembocando, un día más, en una nueva e imprevista situación de desamparo e incertidumbre extrema. Me preguntaba cómo se desarrollarían hoy los acontecimientos, qué me quedaría por experimentar en los más inmediatos instantes. Son momentos extraordinarios, a pesar de las penosas condiciones en las que puedes llegar a encontrarte, pues tienes la convicción de que algo que no vas a olvidar está a punto de sucedete, como si tu memoria preparase un molde especial en el que luego quedará grabado, cual huella de una existencia pasada, cada imagen, cada sonido, cada sensación de las allí vividas.

Llego a la puerta del hotel, que se presenta como una edificación en forma de palacete vetusto y decrépito, en cuyo interior aparece una lamparilla de apariencia tan longeva, que el cable que de ella brotaba no debía de alimentarse de corriente eléctrica alguna, sino más bien debía haberse enraizado a la tierra y de ella debía extraer la energía necesaria para mantenerse encendida, irradiaba una tímida luz mortecina que permitía entrever un reducido mostrador en el que algunos folletos, asentados sobre una mullida capa de polvo, se me antojaban amarillentos y garabateados en algún dialecto en desuso. A mi derecha, una cristalera me presentaba un comedor a oscuras, en el que todo estaba impecablemente colocado: las sillas alrededor de las mesas redondas, con sus manteles con brodes de encaje, sus platos, vasos y cubiertos perfectamente alineados. Las paredes revestidas con un papel estampado de florecillas y del centro de la techumbre pendía alguna especie de arácnido cristalizado. La escena era ciertamente contradictoria, pues por un lado todo apuntaba a que allí se ofrecía algún tipo de servicio, sin embargo, no había ni el más mínimo indicio de vida reciente. Por más que tocaba nadie acudía a mi encuentro, mientras me preguntaba qué clase de broma macabra sería aquella. Parecía como si con la llegada de la noche, todo aquel obsoleto escenario fuese a recobrar repentinamente todo su esplendor, a llenarse de luz, de jóvenes y vigorosas vidas que desempolvarían las telarañas de los rincones, gracias a las corrientes desatadas por el enérgico balanceo de los cabellos, vestidos, bastones o sombreros de los vivarachos y fantasmagóricos huéspedes. Pero todo aquello no eran sino imaginaciones mías, allí el único sonido que se escuchaba era el del constante tamborileo de la lluvia sobre el firme resbaladizo sobre el que yo me mantenía, sonido a través del que se distinguía, tenue y amortiguado, el rinrín del timbre cuando yo pulsaba el pequeño interruptor. Así que en vista de las nada prometedoras perspectivas y de la oscuridad patente, no me queda otra que seguir mi rumbo.

Unos cuantos kilómetros me separan aún del siguiente pueblo. Aquí el aguacero es ya de una comicidad rayana en lo ridículo. Los truenos se suceden uno tras otro, y retumban en la atmósfera como si el universo fuese un colosal auditorio. De las nubes comienzan a emerger, súbitamente, retorcidos trazos centellenates e intermitentes, que cegaban a la vista y estremecían al corazón. Los rayos se exhibían de una forma prodigiosa. El espectáculo no tenía desperdicio, y lo más curioso es que se daba justo en la dirección en que yo iba. Pensaba que cualquier mente razonable se detendría y daría media vuelta, o buscaría algún otro tipo de escapatoria, lo último que se le ocurriría es ir en busca de tan portentosa tormenta, más con la oscuridad de la noche tan cercana, pero yo, siempre empecinado, sigo adelante confiando en la misma suerte que siempre me ha acompañado. La lluvia cae de una manera espantosa, y me preocupa el que en estas condiciones es casi imposible que los coches puedan advertirme, no obstante, sigo hacia adelante, recordando aquellos aguaceros en los que cuando vas en el interior de un vehículo, por mucho que le des al limpiaparabrisas, apenas puedes ver lo que hay delante tuya. Y ahora lo único que me libera del agua son mis pobres y húmedos párpados, que se abren y cierran una y otra vez, en una mueca de desesperación y asombro.

Y sigo avanzando, hasta que definitivamente la oscuridad me alcanza, justo cuando llego a las inmediaciones de la última población del día. A mi izquierda observo un puente iluminado y, al otro lado de este, dos hotelitos que se encuentran aislados de todo lo demás. Cruzo el puente con las pocas fuerzas que me quedan, y hacia el más económico de los dos me encamino. Voy rezumando agua por todos lados, como si fuese una nube andante. Dejo afuera la bicicleta y entro, encharcando las lustrosas losas en las que puedo incluso reflejarme. Me aproximo al mostrador, en el que no hay nadie. Yo me mantengo a la espera. Próximos a mí, tres chicos que acababan de acicarlarse para emprender su particular correría nocturna. Uno de ellos se acerca al mostrador y aprieta un botón que, para mí, hasta ese momento había pasado desapercibido, con la intención de echarme un cable. Al poco aparece la recepcionista, una chica rubia, alta, con anteojos de fina montura, y un tanto tímida, según me pareció. De mi rostro y de mis manos no para de manar agua, por lo que la chica se ausenta unos instantes para regresar con un montoncito de servilletas. Le pregunto si hay una habitación libre, a lo cual ella responde afirmativamente. Cuando me dispongo a pagar con la tarjeta, momento temido este, ocurre lo que tanto andaba yo presintiendo, que además de no poder sacar dinero del cajero tampoco podía pagar con ella. La chica prueba una y otra vez, yo ciertamente turbado, preguntándome ahora cómo iba a salir de esta. El efectivo del que disponía no me era suficiente, y eso le hago saber a la muchachita, la cual terminó compadeciéndose de mí y me perdonó la diferencia, cosa por la que le que profundamente agradecido. Luego me quedaba por pedirle otro favor, que me dejase guardar la bicicleta en algún lugar. Ella va a consultar y luego regresar rogándome que la siguiera. Atravesamos un pequeño pasillo y me conduce hasta un cuarto presidido por una gran mesa redonda. Apoyo la chorreante bicicleta a un lado, desligo el equipaje y me dispongo finalmente a instalarme en mi cuarto. Los relámpagos iluminan la estancia antes de que yo atine a encender las luces. El día estaba hecho. Me doy una ducha caliente y me tiro en la cama a ver el Canal Internacional de TVE, mientras ceno. La situación era la siguiente: no llevaba un solo euro encima, mi móvil estaba estropeado, la pantalla táctil no funcionaba y no podía ni marcar el código PIN; mis provisiones eran escasas y según la televisión el tiempo no prometía mejorar en los próximos días. Y lo curioso era que en el fondo todo esto me divertía, ya buscaría la manera de salir de esta, aunque todavía no sabía muy bien cómo. Cierro los ojos realmente tranquilo, mi cuerpo siente como todo el cansancio se desparrama sobre el colchón, como si pesase mucho más de lo que podía pesar, pues a estas alturas ya iba completamente consumido. Y así entro en un profundo estado de somnolencia, del que solo sería capaz de arrancarme el sonido de mi despertador, del cual me venía haciendo en los últimos días.

Nota: En general, en este viaje he sacado muy pocas fotografías, y especialmente en días como este se comprende el porqué. De ahí la importancia que guada para mí el elaborar una pequeña y amena crónica de lo acontecido. Ya habrá tiempo de ilustrar las próximas aventuras a través de bellas imágenes.

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