De Dunlewy a Benone. (Día 18)

Las mañanas en que despertaba bajo techo, arropado entre unas cálidas sábanas, con las que mis fatigadas pero inquietas extremidades se solían enredar, con el aroma de la pulcritud, con una estufa encendida, un baño reluciente, un espejo en el que reencontrarme y la ropa seca y recién lavada, me asaltaba un cierta sensación de inquietud, como si de alguna manera algo estuviese en desorden. Al dormir allí, me sentía extraño al hacer uso de unos medios no del todo necesarios. Pensaba que el día anterior, al despuntar el alba, que se había teñido con el dulce aroma de la tierra mojada, carecía de todas las comodidades con las que hoy contaba, y sin embargo, me levantaba con una satisfacción muy diferente a la que proporcionaba un suculento desayuno, o el poder observar, desde el otro lado, como las gotas de lluvia se deslizaban frágilmente por el cristal del amplio ventanal, y como por entre todas ellas se recortaban prodigiosamente difuminadas las esbeltas y serenas cumbres del amanecer, desde las cuales el agua dimanaba libre y pura como las suaves caricias de dos adolescentes. Y sin embargo, la satisfacción era siempre bien distinta a cuando amanecía sobre la irregular superficie de un improvisado lecho, del que costaba horrores salir a causa de la gélida brisa matinal, o el incesante repiqueteo de la lluvia sobre la lona; impregnado por el hedor que desprendía mi ropaje e inclusive yo mismo, con un desayuno escaso y en ocasiones incluso sin apenas agua con la que humedecerme los labios. Y sin embargo, me sentía cada día más pleno ante la escasez, pues me permitía valorar cuánto realmente requería y cuánto amenazaba con interponerse entre la eterna lucha hacia la felicidad y yo; sintiendo la vida a partir de lo más simple y llano, identificando mi existencia, sintiéndome parte de algo y reencontrando algo que habitaba dentro de mí, pero de lo que nunca nadie me había hablado. Y entonces dejaba de pertenecer a todo cuanto había conocido para llegar a ser yo mismo, había sido un mero espectador y ahora estaba allí, viviendo, al fin. La cámara de fotos me pesaba más que nunca, mientras que la bolsa de piel en que guardaba mis monedas de oro, lo hacía mucho menos.

Hoy el día sería largo, estaba cansado, necesitaba un cambio y quería cambiar pronto de país, así que había que hacer, un día más, muchos kilómetros. Amanecía en las faldas del Monte Errigal, el cual me incitaba a conocer el mundo desde su cima, que el día anterior no había podido examinar debido a la espesa niebla. Yo lo miraba, indeciso. Mis piernas me pedían precaución, mi cabeza me solicitaba respirar la brisa fresca de la montaña, un sendero, la contemplación de un bonito paisaje. Y sin embargo, la prudencia ganó la partida. Lo primero que había que hacer era subir un solitario puerto, cuyas pendientes casi ni siento por la agradable sensación que provenía del magnífico escenario por el que discurría esta primera parte de la jornada. Aún recuerdo como cabalgaba por aquellos caminos, deseando no alejarme de allí, pues sabía que hoy debía atravesar demasiada urbe, y ahora, la paz y la tranquilidad eran tan cautivadoras, que me hacían poner en duda el motivo de la incesante trápala de mi vigorosa cabalgadura. Llego al final de la prolongada cuesta, donde el viento dejaba notar toda su impetuosidad. Ambos damos un pequeño resoplido e iniciamos el inquietante descenso, intentando compensar, con pequeños movimientos de hombros y cadera, las distintas embestidas de la brisa. El camino estaba mojado, por lo que los cascos de mi compañero se resbalan, inesperadamente, cuando girábamos por algún recodo. Pero todo pasó rápido, y tan solo unos minutos después ya nos encontrábamos a las puertas de una bonita propiedad con el nombre de "Glenveagh National Park". Sabía que no íbamos bien de tiempo, pero pensamos que tal vez alguna princesa en apuros pudiese estar requiriendo nuestro auxilio, pues eran tierras solitarias que se prestaban al asalto de astutos bandidos. Y con esta incoherente excusa nos adentramos por aquella senda apagada. Al poco llegamos hasta una pequeña edificación, al lado de la cual descansaban algunos carros del que tiraban escuálidos vejestorios a través de algún complejo artificio de ingeniería rústica, que nuestras mentes añejas no eran capaces de concebir, pero cuyo propietario, sin duda, debía ser el mismo. Nosotros seguimos las indicaciones que nos encaminarían hacia el castillo, en medio de un silencio aterciopelado que bien podía ser el origen de una profunda inquietud bien el indicio de una calma suprema, según se nos ocurriese interpretar. Así nos fuimos aproximando, hasta que al fin llegamos a las puertas de la pequeña fortaleza, en la que reinaba el mismo ambiente reposado. Antes de entrar nos cercioramos de que en los alrededores todo estaba en orden. Luego de esta pequeña incursión, entramos en el castillo, donde pudimos comprobar que todo estaba tan como debía estar, que nuestra presencia de pronto se nos ofreció absolutamente innecesaria. Tal vez fuéramos forasteros en medio de una historia ajena. Así que tiré de las riendas de mi fiel amigo para que diese media vuelta y luego retrocedimos por donde mismo habíamos venido, disfrutando de las fastuosidad de las apacibles aguas del lago junto al cual todo aquello había sobrevenido. Y una vez retornamos a nuestra calzada, continuamos con paso resoluto, tras haber cumplido para con nuestra codición de nobles caballeros, uno a lomos del otro, siempre adelante, despreciando a la adversidad, en medio de nuestro incierto periplo.

El día estaba nublado pero agradable. Nos fuimos alejando por carreteras incómodas, porque se subía para luego bajar, y luego volver a subir para tener que bajar de nuevo las mil pequeñas cuestas que nos encontramos por el camino, si bien sabíamos que en algún momento debíamos descender algo más porque hoy tocaba aproximarse a la costa. Afortunadamente, la dirección del viento incidía de tal forma que, bien nos echaba una mano, bien no nos perjudicaba excesivamente. Entrar a describir con más detalles las características de este tramo se me presenta algo tedioso, así que nos lo saltaremos para pasar directamente al momento en que llegaba a la primera ciudad de la jornada, Letterkenny. Allí merodeo un tanto y luego, con la intención de acercarme a la Iglesia que coronaba la loma alrededor de la cual se asentaba la ciudad, callejeo hasta dar con una estrecha callejuela en la que encuentro una disimulada librería. Entro y al abrir la puerta, se crea una corriente de aire lo suficientemente avezada como para arrebatarle la capa de polvo a los centenares de librejos de segunda, tercera o decimoquinta mano que allí se amontonaban, y que luego quedaba ondeando en el aire. Llego hasta la diminuta esquina en que se encontraba el dependiente y le pregunto por algún libro en español: no hay suerte. Luego salgo y mientras ahora es la brisa de la calle la que me arrebataba a mí el polvo adherido a la vestimenta, observo que en el local de al lado se exponen unos atrayentes pastelitos. No lo pienso y entro a comer algo. Después termino de subir la cuestecilla hasta llegar a la Iglesia. Siento que cada día me fascinan más estas magníficas obras de arte. Y tras este breve periodo de descanso, tocaba afrontar el siguiente segmento, el que nos conduciría a Londonderry (Derry).

Más kilómetros de por medio, ahora por amplias carreteras en que vuelvo a sentirme un insecto más navegando, indefenso, entre las corrientes apabullantes de la Civilización, esa misma que fue instaurada mayoritariamente por la hermana avaricia, que impulsa al hombre y lo somete a la sinrazón, al descontrol y a la obcecación incierta. Yo sigo respirando y nutriéndome de todo cuanto me rodea, sigo sobreviviendo, sigo aprendiendo, más sin embargo, con cada pedalada que doy parezco alejarme más y más de la verdad, el conocimiento me rehuye y yo voy tras él, sin descanso y cargado con las preguntas a la espalda, que cada día soporta una carga mayor. ¿Hasta cuándo aguantaré? ¿Cuándo llegarán las respuestas? ¿A caso tan solo debo esperar hasta el final, tal como ocurre con este tipo de viajes, en que no logras comprender hasta que todo acaba, hasta que no tropiezas, súbitamente, con todo ese trabajo que se ha ido realizando subrepticiamente, a escondidas de ti, del que luego emanan extraordinarias emociones que no son sino el humo provocado por el fuego de lo inalcanzable? Esperaré entonces, no tengo prisa, la vida me sigue esperando. Y desvariando de esta forma sigo avanzando, hasta que un puñado de kilómetros después llego a Derry en una tarde triste y apagada. Por allí vuelvo a merodear entre los paseantes, alcanzo la muralla y doy una vuelta por ella, pero tampoco quiero entretenerme mucho, pues aún quedaba día por delante y el tiempo se me seguía echando encima.
 
Cruzo el río por el puente peatonal y poco a poco vuelvo a introducirme por nuevas vías de constante circulación. Este día recuerdo que se me hizo especialmente cansino, no sé si por la gran cantidad de kilómetros, los cuales por otro lado desconozco, o por el contraste entre la primera parte y el resto del día, el caso es que se me hizo realmente interminable. En la mente tenía llegar hasta un camping concreto situado en la costa, pero pensaba que existía la posibilidad de alcanzarlo sin apurar tanto, y sin embargo, como no, volvía a ver como la luz se iba escabullendo lentamente. Mucho más adelante abandono la vía principal para tomar el desvío que me arrastraría por carreteras más silenciosas, cuando los amiguitos de cada atardecer hacen acto de presencia. Los bichitos voladores, que se arracimaban en el aire e iban a parar a todas partes. Entonces más te valía tener la boca cerrada y las gafas puestas, aunque aun así, no sé muy bien cómo, terminaban accediendo igualmente al interior de tu boca o tus ojos. Más bichos, menos visibilidad y... claro, me había olvidado de que en estos últimos kilómetros los paneles informativos señalaban millas y no kilómetros, tal vez de ahí el que esta última parte se me hiciese especialmente lenta. Sigo avanzando, de noche unos breves minutos, hasta que llego a un cruce en donde pregunto a una pareja que iba paseando. Estos me indican que el camping (uno de los que había) se encuentra muy próximo, así que hacia allí me dirijo sin demora. Cuando llego, en la casetilla de la entrada no hay nadie: entro igualmente. El camping es bastante amplio. Me pongo en busca de un lugar próximo a los aseos y cuando decido donde establecerme, al lado de una familia, uno de los componentes de la misma, un chico joven con una copa de vino en la mano se me aproxima amistosamente. Luego aparece el hermano y el padre, gente muy agradable. El chico de la copa en la mano, sin soltarla un solo momento, se ofrece para hacer de intermediario con la persona encargada del lugar, a la cual nos pusimos a buscar en amena conversación, o intento de conversación, pues a mis dificultades por entender el idioma se le sumaban las de entender a alguien cuya lengua no articulaba sus movimientos todo lo bien que pudiera haberlo hecho si su propietario no tuviese pegada una copa de vino a la mano. Localizamos al señor, me da las llaves de los baños, le pago y retornamos. Después de estos momentos de socialización y muy agradecido por la ayuda y la compañía (el chico era realmente majo) me voy a dar una ducha calentita y de vuelta a la tienda a cenar, leer, escribir y dormir, la rutina de cada anochecer.

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