I
Andaba aun algo resentido con mi madre por no haberme dejado revestir mis rubicundos rizos con aquella gorra roja de la que tanto dolor me provocaba desprenderme, cuando nos disponíamos a apearnos del vehículo. No he llegado a aclararme aun sobre el verdadero origen de tan desproporcional apego hacia aquella desgastada prenda, si bien ciertamente son dos las opciones que me hacen oscilar de la una a la otra, dependiendo, como tantas otras ideas que anidan en mis pensamientos, de si es uno u otro pie el que primero recibe esa mañana el helado tacto de la losa de mi alcoba, o, en el caso de que sea simultaneo el contacto de los mismos con aquella, según sea la fuerza con que el viento sopla en ese día. También podríamos concluir diciendo que la fluctuación de mis ideas siempre ha estado bien nutrida, que odiaba los mismos rizos que tanta gracia parecía causar en los demás – especialmente en mi madre –, que adoraba aquella gorra que en mi último cumpleaños mi padre me regalara, y que mi madre argumentaba no ser ese el mejor día para lucirla. Nunca le llegue a decir que quizás ese había sido el día mas propicio para hacerlo.
Mi tío, que era quien conducía, sin pronunciar palabra hizo un leve gesto a mi madre, al cual ella asintió antes de abrir la puerta. Yo, que permanecía sentado en la parte trasera, con los pies colgando y jugueteando con el deshilachado forro que protegía los asientos, fui el ultimo en bajar. Era una mañana fría, y la escarcha abrazaba aun al verde tapizado que todo lo envolvía. Una densa niebla cercaba el lugar, por lo que mis ojos, que siempre han gozado de una sensibilidad extrema, se irritaron ante tremenda blancura. No era la primera vez que visitaba aquel terreno que tan refulgentemente ahora se presentaba, pues solíamos acudir a él no menos de tres de los cuatro domingos que generalmente tiene un mes para visitar a mis abuelos. Restregándome los ojos con las manos en busca del más insignificante alivio avance los primeros pasos, antes de penetrar en tan desolado lugar. Téngase en cuenta las reducidas dimensiones de mi conjunto a tan temprana edad y quizás así se comprenda de mejor manera porque lo denomine como “La ciudad de los mármoles”. Estos comenzaban a aparecer por todas partes, unos, en cuya lustrosa negrura podía incluso observar mi propio reflejo, otros, habían sigo castigados por el cruel paso del tiempo. Los había dotados de tan tremebundo resplandor que me era imposible dirigirles si quiera la mirada. Múltiples formas y tamaños presentaban unos y otros, más o menos extenso era el espacio que se les tenía reservado, quedando así patente que ni en un lugar como este se nos reconoce el ineludible hecho de la igualdad que nos une. Todos disponían de inscripciones grabadas de muy diversas formas, y cuyo título, aunque siempre distinto, consistía en una serie de cifras, las cuales en un principio atribuí al número asignado a cada uno según su orden de asentamiento. Nos abrimos paso bajo el rumor de lamentos de quienes nos seguían. Yo avanzaba asido por la mano de mi tío, mientras mi madre lo hacía cubriéndose el rostro. Yo temía por ella, no fuera a tropezar con uno de aquellos mármoles que reposaban ocultos tras las más dotadas hierbas. Pero ella, no sé muy bien como, los sorteaba con una habilidad que parecía discrepar con su semblante. Llegamos hasta un punto en que permanecían en pie tres señores junto a un enorme socavón, del que debía proceder el montón de tierra acumulada a su lado. Los tres hombres iban ataviados de negro, pero el que más a la izquierda se hallaba se distinguía de los otros dos por su blanco cuello. Entre estos y el hoyo una rectangular caja de madera permanecía acostada, y en ella no menos que los restos de lo que un día no fuese sino la materia que había permitido a mi padre disfrutar de la vida que tan prematuramente le fue sustraída. Por aquellos entonces entendía tanto de la muerte como pueda hacerlo hoy. La única diferencia que he logrado reconocer respecto a ella es que en aquel tiempo la temía como solo un niño puede hacerlo, esto es, desde la más profunda ingenuidad de quien aun no ha tomado siquiera consciencia de sus propios pasos. Sin embargo, hoy me inquieta de forma soberana la simple idea de no seguir viviendo, aun mas cuando mi desnutrido corazón siga latiendo, malgastando así una y otra vez la inercia que con cada rítmico bombeo se nos ofrece.
II
Una vez allí, todos fuimos ocupando nuestras posiciones, correspondiéndome a mí la misma en que me hallara mientras parecía, más bien, haber sido arrastrado hasta la fosa, esta es, entre mi madre y el único hermano de mi padre. El señor de cuello blanco comenzó a discursear, pero me resultaría del todo imposible reproducir ahora palabra alguna de las que allí fueron pronunciadas. Esto no solo es debido a mi tendencia tan inconsciente como innata a desviar mi atención de todo aquello cuyo principal objetivo es el de alejarme de mis propios pensamientos, sino más bien al hecho de que a varios mármoles de nuestra ubicación, otros dos hombres de negro, acompañados por una señora límpidamente vestida toda de blanco y un señor cuya inteligencia se hallaba engalanada por un hermoso sombrero, cavaban vehementemente. Mi tío, que se percataba de mi distracción, me halaba de la mano que aun asía para que desviase la mirada. Tras breves instantes en que creía haberlo engañado volvía a descarriar mi atención hacia aquella gente, la cual se había hecho imprevistamente con toda mi infantil curiosidad. ¿Cuál sería el motivo por el que cavaban aquel sepulcro de forma tan febril? Cuan inocente fui al imaginar que podría hacerme con tal información, pues… ¿De qué medios dispone un simple niño para dar contestación a cada una de sus elucubraciones? ¡Pero qué mejores respuestas que las que su propia imaginación es capaz de ofrecerle!, ¿no les parece? Así, mientras alrededor mío y acompañando al balbucir del sacerdote, los asistentes exhibían las penas más o menos genuinas derivadas del inexplicable fallecimiento de mi padre, yo escudriñaba por entre sus piernas la escena que al otro lado se llevaba a cabo, en donde los sudorosos hombres de negro, semienterrados, se afanaban en la ardua tarea de remover tierra sagrada.
De forma aparentemente sincronizada se sucedieron los dos hechos más significativos de sendos acontecimientos; por un lado, el estruendo proferido por el brusco reposar del féretro sobre la arcillosa alfombra en que descansaría por una supuesta eternidad, arranco un llanto generalizado, presidido, de forma tan desentonada como llamativa, por el mudo sollozo de mi madre; por otro, y solo porque atento a ello estaba, pude percibir desde el otro lado, el del origen de mis más penetrantes inquietudes, el agudo gemido prorrumpido por la señora de blanco cuando algún pequeño objeto fue despojado de la fosa. Ruego tengan en cuenta la parca consciencia que podía tener yo de las verdaderas consecuencias de lo que allí sucedía, o, quien sabe si por el contrario, el lucido entendimiento que aquella ingenuidad, de la que una vez estuvimos provistos y a posteriori nos fue usurpada, me había conferido. El caso es que la poca atención por mí prestada hacia la sepultura de mi padre nada tenía que ver con los profundos sentimientos que a él me unían, y que, aun a día de hoy, lo siguen haciendo con la misma firmeza de antaño.
Al escuchar el sonido de la tierra caer sobre el ataúd me sobresalte, y el poco vello del que mi huesudo cuerpo disponía súbitamente parecía haber decidido abandonarme. Cuando busque a la señora de blanco con mis caramelizadas pupilas, pude distinguir el objeto que le había sido entregado. Este se trataba de un pequeño cofre de madera, rematado en oro macizo y recubierto por los restos del polvo que durante tanto tiempo lo mantuviera resguardado. Mientras, ambas fosas continuaban rellenándose, interponiendo solo una parte representativa de todo ese espacio que nos aleja de todo lo que bajo tierra abandonamos. El señor saco un pañuelo de su chaqueta, se quito el sombrero y se lo paso por la frente. Acto seguido, y justo en el momento en que algunos de los asistentes comenzaban a retirarse, impidiendo así que gozase de lo que hasta ahora había resultado ser una incomparable perspectiva, se dispusieron a abrir el cofre. Escrute como pude, lo suficiente para lograr advertir como de él extraían un viejo pergamino enrollado y sujeto por una roja cinta, la cual, al ser deshecha por la señora, salpico sus manos, su cara y gran parte del traje como si de una arteria perforada se hubiese tratado. Presto, el señor volvió a sacar el pañuelo y se lo ofreció a la consternada mujer, quien una vez repuesta extendió el pergamino y comenzó su lectura, acto por el cual, primero, su rostro torno tan pálido como lo era su propio vestido, y segundo, su cuerpo se desplomo como si repentinamente le hubiesen sido arrebatadas todas y cada una de las estructuras óseas necesarias para mantener su verticalidad.
III
Para mi sorpresa fui el único testigo de todo lo acaecido a no más de una veintena de pasos de donde se erguían, apesadumbrados, los todavía presentes, mientras las ultimas porciones de tierra eran derramadas sobre el lugar que esta misma noche en que les escribo ha sido objeto de mi más irracional atrevimiento. Pero antes de continuar con el presente relato les requiero valoren lo que puede influir en un mozalbete como lo era yo, la expectación de los sucesos aquí referidos. Y para que los menos imaginativos corran el menor riesgo de pasar por alto esta realidad, les mencionare que el efecto que en mi causo fue mucho más vasto de lo que nunca alcance a imaginar, pues supuso, entre otros, el origen de una serie de sueños que tan fielmente han acompañado desde entonces mi existencia, y cuya mas reciente versión ha desencadenado el que ahora me encuentre garabateando trémulamente estas sombrías líneas. Fue el contenido de aquel rugoso trozo de papel el promotor de un sinfín de teorías y supuestos que nunca pude eludir. Pero dejemos por el momento esto a un lado, en breve me referiré de forma puntual a este último sueño al que acabo de referirme. Permítanme ahora que les facilite una información no menos importante.
Fue el matrimonio constituido por mis padres un enlace cuya explicación, hasta el día de hoy, había escapado hasta cierto punto a mi entendimiento, aunque el conocimiento más extenso de las circunstancias individuales de cada parte me ayudo a sensibilizarme ante dicha unión. Mi desconcertante visión del asunto partía de las más que evidentes diferencias representadas por cada uno de ellos, siendo mi madre una mujer fría, distante, contraída, de mirada inexorable e inquietudes banales. Mientras, mi padre era pasión y espontaneidad en estado natural, de cristalinos sentimientos, cercano, de mirada risueña y anónimas turbulencias. Escuetos, y empleo esta adjetivo bajo la prudente actitud que siempre he intentado mantener ante aquellos asuntos que tan directamente de mi memoria dependen, son los recuerdos conservados en que una íntima o estrecha complicidad haya podido surgir entre mi madre y yo, a pesar de habernos abandonado en fechas más bien cercanas para pasar a yacer ahora en su reservado rincón, junto a mi padre, en la ciudad de los mármoles. También debo confesarles que no he logrado averiguar si ha sido ya ideado el término que mejor defina los sentimientos que mi madre pudiera haber sentido hacia mí alguna vez, pues, de existir este, desconozco del todo cual podría ser, si bien “indiferencia” es el que más debe aproximársele. Por otro lado, como transferirles la comunicación que un niño de tan corta edad sentía mantener hacia su mayor objeto de admiración, su padre. Para evitar extenderme, cosa sumamente complicada cuando sobre hablar de él se trata, basta mencionarles que fue el más directo responsable de la plena confianza que siempre he sentido en mi propia voz, pues con el arte que solo él era capaz de manejar tan diestramente logro hacerme entender que era yo quien siempre dispondría de las más elementales respuestas a aquellas cuestiones más o menos complejas que yo mismo me hiciera. Y fue eso lo que siempre me guio para ser lo que he sido, sea esto lo que fuere. Mi padre fue bien conocido en toda la región por como la fortuna había sonreído a sus negocios, pero es probable que más conocido fuese aun, y he de reconocerles tengan en cuenta aquí lo subjetiva de mi propia impresión, por las afables relaciones mantenidas hacia todo ser dotado de movimiento, fuera cual fuera el origen de su especie, y hago especial hincapié en esa grosera fauna que poblando nuestras vidas se encuentra, sea donde sea el lugar en que la llevemos a cabo, y que no todos hemos sido bendecidos con la capacidad de soportar. Por último he de mencionarles que mi padre gozaba de plena salud hasta el día anterior a su fallecimiento, o al menos eso nos había parecido y nunca fuimos informados de lo contrario, y es por ello que su repentina marcha fuese una sorpresa para todos. Quizás por ello su desaparición provoco en mí un vacío tan profundo que a lo largo de mi vida y de muy distintas maneras, las menos afortunadas aquellas en que me deshice de mi propio orgullo, he intentado rellenarlo a base de un dolor tal que nunca ha parecido ser suficiente.
Con estas breves líneas espero haberles ayudado a asimilar, al menos en la medida necesaria, cuan abrigado se hallaba mi diminuto corazón por cada una de las principales figuras que poseyera en mi infancia. Continuemos, ahora sí, con la narración de los hechos que han motivado este derroche de tinta.
IV
Hace en este preciso instante veinticuatro horas exactas, o lo que es lo mismo, lo que hemos venido a denominar un día completo, despertaba envuelto por una capa de sudor helado, del que había sido uno de tantos sueños en que la ciudad de los mármoles pasaba a formar el escenario principal de aquel penumbroso periodo de tiempo en que mis temores emergían a la superficie. El motivo por el cual mi estado era tan delirante fue ese tan común en que las vivencias artificialmente experimentadas parecen indicarte la posibilidad de que quizás no disten en exceso de la realidad, y, en este caso, esto era algo lo suficientemente significativo como para deshidratarme a causa de tan contráctil estremecimiento. Como tantas otras veces, seguía siendo yo aquel mozo que un día asistiera al entierro de su querido padre, y, como también sucediese en incontables ocasiones, quede solo ante el mármol bajo el cual reposaban sus restos. En lo que parecen momentos en que uno cree carecer de control alguno sobre lo que uno mismo proyecta, de pronto aparece una señal que nos abre el pozo del que emana la esperanza de que quizás podamos recuperar dicho control, y, en este caso, esa señal se trataba de la roja gorra que cubría mis cabellos, y que solo yo era capaz de introducir. El grave estruendo de unos truenos primero pareció ensordecerme y luego dio paso a un aguacero considerable. Yo, que me encontraba ataviado con la misma vestimenta que luciera aquel traumático día, cuando me dispuse a deshacerme del agua que comenzaba a nublar mi visión, me percate de que esta se había transformado en la misma negra túnica que un día resguardara el cuerpo de los señores encargados de cavar y rellenar las cavernas del olvido. La lluvia seguía cayendo a raudales cuando junto al centelleo de un pálido rayo, una pala procedente de quien sabe dónde, reboto junto a mis pies. Sin pensarlo si quiera me deshice del mármol y comencé a cavar de forma tan apasionada que el sudor, el llanto y la lluvia, primero se entremezclaban y luego se desprendían de mi rostro para navegar a través del espeso aire, concluyendo su vertiginoso trayecto en el hoyo que ya comenzaba a formar. Mientras, un dolor agudo parecía partirme el corazón en dos. Cavé y cavé hasta que al fin el metal tropezó con una superficie solida. Me acuclillé y empecé a rasgar la tierra con las manos hasta que, al fin, pude comprobar que el féretro de mi padre ya no se encontraba en el mismo lugar. Sustituyéndolo apareció una urna metálica y redondeada que pronto comenzó a emitir unas tímidas vibraciones, las cuales, proporcionalmente a la proximidad de mis manos aumentaba la violencia de sus sacudidas, como si desde su interior algo anhelase desesperadamente huir. El ultimo recuerdo del que dispongo de tan simbólico sueño es que lograba capturar la urna, que hacia girar su cierre sobre sí mismo, y que cuando al fin la abría algo me impulso tan impetuosamente que del foso salí despedido.
V
Luego desperté en mi alcoba, en el mismo estado sudoroso anteriormente mencionado, con una angustia inmensa removiendo mis ideas, de tal forma que aun acostado como permanecía no cesaba de dar vueltas sobre mí mismo, o eso o mi lecho había pasado a formar parte del centro del que toda rueda gira y eran las paredes las que se desplazaban a mi alrededor. Luego, poco a poco fui recobrando la consciencia de lo sucedido, sin embargo, algo me mantenía inquieto y comenzó a rondarme una disparatada idea por la cabeza, pero… ¿Cómo era posible? ¿Quién en su sano juicio se cuestionaría algo así? ¿Por qué tendría que haber presenciado aquel lejano día tan desconcertante secuencia? El caso es que por más que intente a lo largo de toda la mañana eludir tan tétrico pensamiento, fueron infructuosos todos y cada uno de los esfuerzos realizados. Y una vez llegados a este punto que otra cosa mejor que hacer que rendirnos ante su poderoso influjo, abandonar nuestra particular lucha y aglutinar todos nuestros esfuerzos en elaborar el mejor plan posible. En este caso concreto, no consistió sino en rescatar la indumentaria más oscura de la que disponía, algo complejo debido a la fobia desarrollada hacia toda prenda de este tipo. Luego tan solo debía hacerme con una pala y una linterna, y por ultimo esperar a que las postrimeras luces del ocaso se extraviaran tras las abruptas siluetas pinceladas en el horizonte. Ha sido el día de hoy muy probablemente el más extenso de mi incierta existencia. Qué forma tan irracional adopta en ocasiones la propia razón, como te somete a cometer actos aparentemente injustificados, aquellos que solo tú eres capaz de comprender gracias a la poderosa fuerza con que te impulsan. ¿Realmente esperaba encontrar otra cosa distinta a aquel ataúd que yo mismo viera enterrar? La respuesta más lógica era que aquel cofre que un día viera no fuese sino uno de los tantos objetos que los seres queridos arrojan sobre el féretro del difunto. Acto por el cual, a falta de poder ofrecerles un de pedazo de su propio corazón, conceden a dicho objeto un valor tal que viene a sustituir esa parte de su ser que reservada siempre quedara. Deben haber sido las palabras contenidas en aquel pergamino las elegidas por algún familiar para despedirse del desaparecido, o algún tipo de secreto que uno de sus allegados deseara enterrar junto a él. La cuestión es ¿Por qué, si a nadie vi lanzar objeto alguno sobre la fosa de mi padre, si bien es verdad que mi atención se encontraba desviada, estaba tan firmemente empeñado en profanar sus restos? De esta forma espere hasta que oscureció, me subí en mi viejo coche, y con la única compañía de una pala, una linterna y el susurro de mi agitada respiración, me dirigí hacia aquella ciudad que recubierta de mármoles y hierbas permanece, pero bajo la cual se oculta la propia historia de los hombres. Mientras las agrietadas ruedas del vehículo se desplazaban perezosamente sobre el rugoso asfalto, mis pensamientos se embarcaban una vez más en una de sus habituales y borrascosas travesías. Meditaba sobre el hecho elemental de que todo hombre, así como todo lo que de él proviene, condenado queda a yacer bajo tierra. Imagine la historia de la humanidad muerta, compartiendo sepultura junto a piedras y raíces, o deslizándose a través de la erosiva acción del tiempo hasta algún cercano rio, luego desembocando en el mar y finalmente reposando en las oscuras profundidades del océano. Reflexionaba sobre el olvido al que se ve sujeto todo lo que bajo nuestros pies permanece, y que solo unos pocos anhelan recuperar. Era ese al que yo denominaba “ciudad de los mármoles” un lugar mucho más extenso del que nunca considere, pues sobre el mismo se dibuja, a cada instante, esa misma historia que, diseñada por la acción de cada individuo, destinada queda a reposar junto a sí misma. Un lugar hacia donde no solo se dirigen nuestras huellas, sino hacia donde orientamos todos aquellos aspectos que nos horroriza afrontar, hecho por el cual siempre nos ha resultado más sencillo mirar hacia el exterior que hacia el corazón del que todo movimiento parte. Con cada vida que se extingue aumenta el diámetro de esa esfera que, revestida de infinitos mármoles, incesantemente rueda y crea más y más vida.
VI
Cuando mis ideas desembarcaron y se asentaron junto a la realidad hacia la que había decidido enfrentarme, ya había estacionado el vehículo frente a las puertas del recinto objeto de mi allanamiento, las cuales aun se encontraban abiertas. Las circunstancias diferían notablemente de las que provocaran tal situación, pues reinaba una calma absoluta y el cielo aparecía inundado de estrellas. Tuve que esperar hasta que el sepulturero candase las verjas y dejar transcurrir luego un tiempo prudencial, para buscar la zona más propicia para acceder al interior del funesto lugar. Lance la pala por encima de la verja situada al otro lado de la entrada principal, me introduje la linterna en el interior de mi chaqueta y me dispuse a trepar por aquella hasta que al fin me encontré dentro. No solía acudir con asiduidad. Imagino que en algún momento del cual nada puedo recordar decidí que ya había cumplido el número de visitas necesarias para ganarme la salvación eterna, o quién sabe si sencillamente no codiciaba dicha salvación. En fechas no muy lejanas había sido enterrada mi madre, por lo que más sencillo me resulto recordar con total exactitud el emplazamiento de las lapidas, y hacia allí me dirigí. Una vez llegue, allí estaba la de mi padre, abandonada como tantas otras, y una vez hube arrancado las malas hierbas que crecían y se posaban sobre su nombre, inmediatamente examine aquella otra que un día concentrase toda mi atención. Continuaba preguntándome que estaría haciendo exactamente allí, que esperaba encontrar, pero ya era demasiado tarde para retroceder, así que comence a cavar cada vez más convencido de que no estaba sino desaprovechando el tiempo. No obstante, ese tiempo formaba parte de mi propia deuda, pues quizás así al fin lograría liberarme de mis incesantes y turbulentas pesadillas. Este fue transcurriendo y con él el agujero fue haciéndose más y más profundo. Debido a que tan solo era un niño cuando todo aquello había sucedido me resultaba difícil precisar cuan profundo podría hallarse, por lo que cuando el suelo me quedaba a una altura no muy superior a la de mi cadera, decidí parar a descansar un momento. A pesar de hallarme completamente solo, o al menos así es como creo haber estado, sentía ser observado por la infinidad de luces que adornaban aquel oscuro manto origen de tantas y tantas cuestiones. Luego volví a sujetar la linterna entre los dientes y a cavar esperanzado de que pronto todo acabase. Sin embargo, continuó transcurriendo el tiempo y yo proseguí excavando. Había hundido la pala la altura de mis propias dimensiones cuando aun no aparecían restos de la caja. Preso de mi propia perplejidad comencé a temer a la idea de llegar hasta el mismo centro de la tierra en busca de los huesos de mi padre. No podía creer lo que estaba ocurriendo, como a penas tampoco puedo creer ahora lo que a continuación sucedió. Me costaba horrores expulsar la tierra fuera del agujero cuando repentinamente sentí algo apoyarse sobre mi pie derecho. Pensé que debía tratarse de algún roedor que se habría precipitado desde arriba, pero cuando ilumine, lo que halle era un sencillo sobre sellado que debí haber desenterrado. Hace tan solo unas pocas horas en que todo esto que les cuento ha sucedido, ¿o quizás nada de esto haya realmente pasado y no se trate sino de un nuevo sueño en el que creo haberme adentrado? ¿Por qué, entonces, toda mi negra ropa está recubierta de tierra, mis manos arañadas y el sudor todavía recorre la comisura de mis ojos? Mas me vale aceptar que aunque incomprensible es bien cierto todo lo sucedido. (...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario